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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El dios de los días laborables SERGI PÀMIES

A las 7.30 horas de un día laborable, la capilla del Santuario de San Antonio Abad, en la calle de Santaló, acoge a una cincuentena de fieles. Es la primera misa del día y, siguiendo una oferta que aplica el bilingüismo alterno hasta las ocho de la tarde, se oficia en catalán. La capilla tiene una entrada lateral que da al templo propiamente dicho, en el que algunas personas permanecen sentadas en introspectivo silencio. La iluminación es defectuosa y de mal gusto: algunas figuras están iluminadas por fluorescentes, pero predominan las sombras. Es muy temprano y, sin embargo, la asistencia es notable. La edad de los presentes varía. Hay ancianos, sí, pero también mujeres jóvenes con cara de tener que acudir al trabajo al cabo de un rato, un chico que lleva un anorak rojo y el casco de la moto en la mano, un ejecutivo que, en el momento de entrar al templo, apaga su teléfono móvil, y un hombre con abrigo al que, fuera, esperan su chófer y su cochazo.La voz del oficiante, un cura con gafas que me recuerda al dibujante Quino, recorre el silencio como el zumbido de una mosca y sortea las carrasperas propias de un otoño con piel de invierno. Levanta la copa dorada y bebe su contenido, esa metafórica sangre de Cristo que, a estas horas, tiene que sentarle como un tiro (durante un segundo, sospecho que el líquido debe de ser Cola-cao) y que forma parte de una liturgia que, en nombre de la funcionalidad, ha ido renunciando a su lado más espectacular. Hace un rato, algunos fieles se han acercado al altar. En fila india, han esperado su turno para comulgar. Para los que no sepan cómo hacerlo, se ofrece una guía titulada Tomad y comed esto es mi cuerpo, así, sin comas. Primero: ponga su mano derecha debajo de la izquierda. Segundo: cuando el sacerdote le diga "El Cuerpo de Cristo" y usted haya respondido "Amén", él le colocará la Sagrada Forma sobre su mano abierta. Tercero: Si es necesario, dé un paso al lado y haga sitio al próximo comulgante. Cuarto: Inmediatamente tome con la mano derecha la Hostia y colóquela reverentemente en su boca, cuidando que no se pierda ninguna partícula. Hecho esto, vuelva a su sitio y manténgase unos minutos en oración.

Efectivamente, todos cumplen con la norma. No siempre es así. Hace unos meses, en plenas fiestas de una población del litoral, entré en una iglesia junto a la que se había instalado una feria, con sus casetas de tiro y venta de golosinas. Dios debía de estar de vacaciones porque el sacerdote tenía que chillar para hacerse oír y se mostraba muy contrariado con las ruidosas entradas y salidas de los turistas de la zona. En un momento dado, entró una bellísima mujer con un niño en brazos. La criatura llevaba un globo que reproducía, a un tamaño casi natural, la figura de Spiderman. El sacerdote estalló. "¡Salgan del templo!", gritó. El niño se asustó: soltó la cuerda que sujetaba a Spiderman, pero su madre fue lo bastante rápida para cogerlo a tiempo e impedir que el arácnido superhéroe levantara el vuelo buscando, quizá, la compañía de un Cristo crucificado o de una virgen de mirada incolora. La sangre, por suerte, no llegó al río. Salieron del templo y el oficio pudo continuar, aunque me quedé con las ganas de conocerlos mejor (a Spiderman, al niño, a la mujer).

La misa termina. Salgo a la calle. Es tan temprano que todavía no hay mendigos. Cojo un taxi hasta la parroquia de San Vicente de Paúl, en la calle de Provença (según el obispado, Barcelona cuenta con más de 450 parroquias y casi 300 iglesias y oratorios, con horarios de misas que varían según el barrio y los medios), donde acaba de iniciarse el oficio, esta vez en castellano. Aquí hay menos gente. Casi todos son mayores. Se detecta un nivel de vida más modesto que en el santuario de Santaló, pero el templo resulta más acogedor. El sacerdote cuenta con los servicios de un ayudante. Leen unos pasajes de la Biblia en tono monocorde. A estas horas, ni la misericordia ni los siglos de los siglos ni el espíritu, ni los hosannas y líbranos de todo mal logran levantar el vuelo. En el ambiente flotan, además de respeto, temor y un cordero que quita el pecado del mundo, sueño y cansancio. Los fieles se estrechan las manos para darse la paz y sólo algunos parecen paladear el valor simbólico de este gesto. Levanto la mirada. Busco a Spiderman, al niño y a la mujer hermosa y, a mi manera, con la defectuosa metodología de un agnóstico, rezo por todos ellos, donde quiera que estén. En la puerta, me recibe la mano rugosa y castigada de un mendigo. Es una mano con mensaje: grietas, barrancos, desiertos y pozos sin fondo. "No llevo suelto", le digo, y, aunque es verdad, sé que él no me cree y que ni el más brillante sermón del mundo conseguirá hacerle cambiar de opinión.

Carles Ribas
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