Tercera generación
Conveniencias y propósitos familiares han puesto bajo mi tutela y cuidado a un nieto, de 15 años, que debe concluir en Madrid los estudios preuniversitarios. Hoy no se llama así, según tengo entendido. Una fugaz mirada a sus libros de texto ha confirmado mi total desconocimiento de las disciplinas que forjan a los universitarios del mañana, acrecida la perplejidad al continuarlas en un centro extranjero, homologable, por supuesto. Nuestras relaciones eran lejanas, telefónicas sobre todo, pues sus progenitores residen en una comunidad periférica. La vieja soledad, anclada en la memoria, se dispone a compartir la existencia cotidiana con un representante de la adolescencia, y en ello estoy.En apariencia nos une el mismo idioma, pero soy consciente de la necesidad de aprender el suyo, fluente, salpicado de tacos como de una argamasa para sostener el edificio dialéctico. Echando la vista muy atrás, intento recomponer la relación que tuve con mis padres, en la que había cariño, respeto y confianza, pues se inauguraba el tuteo, proscrito en tiempos precedentes. No éramos iguales a ellos, ni nos sentíamos parecidos, simplemente se aceptaban los niveles en que cada cual se hallaba instalado. Hoy -son primeras impresiones- el trato de los mayores, muy mayores, con los jóvenes exige un gran nivel de condescendencia y renuncia por parte de los primeros si se pretende cierta concordia.
Entre padres e hijos el problema es suave y armonioso, si tenemos en cuenta que la edad media les sitúa herederos de la rebeldía del 68 y la pintoresca inclinación a cantar a coro encendiendo cerillas o mecheros, por no aludir a otras aficiones que ahora se contemplan con melancolía.
Un chico de hoy -carezco de conocimientos en cuanto a las muchachas- es una inimaginable y surtida caja de sorpresas para el abuelo que emprende con él una larga convivencia. Empezando por el aspecto físico. Admitamos que son más altos, esbeltos y fuertes que en la época a la que pertenecí. Hacen algún deporte, o varios, además del fútbol, que practicábamos en los recreos del colegio. Cuidan de la apariencia con una dedicación extremada, aunque la primera impresión es de susto y alarma: una criatura delgada, con el cabello erizado, corto por la nuca y teñida de rubio la parte superior. El niqui en dos o tres tonos suavemente combinados, pantalones demasiado cortos para ser largos, mantenidos de forma inverosímil en las caderas, con un milagroso equilibrio que parece antinatural, desafiando los cánones de la fisiología humana, equidistantes entre las rodillas y los tobillos. Calzaba unas zapatillas de deporte, cuyo precio conocí más tarde, con asombro. Así le encontré en la sala de llegadas del aeropuerto de Barajas, mientras esperaba sus maletas, con las manos en los bolsillos, abstraído en la escucha del walkman que acababa de enchufar.
Hemos desplegado nuestras tácticas de tanteo y aproximación durante el par de días previos a su incorporación al colegio, mostrándole el exiguo trozo de ciudad que frecuento. Buena parte de sus planes de futuro se fijaba en el imposible empeño de adquirir una motocicleta, asunto cuya decisión no me concierne, pero que, en aras de la mejor cohabitación, intento disuadirle: Madrid no es su tranquila ciudad natal y por las calles circulan pocos de esos artilugios, machacados por el tráfico y la facilidad con que pueden ser robados en el menor descuido.
Resulta asombroso el caudal de conocimientos que posee un chaval, mucho más variado que el de nuestros principios, y me atrevería a decir que de mejor calidad. Manifiesta -el mío- un vago desdén por el tabaco -que confina en el atractivo mundo de las chicas-, desinterés por las drogas y profundos conocimientos acerca de las motos, parejo al que, en vacaciones, hace años, sentía por los patines o las tablas de surf, afición ésta mantenida.
Contra injustificados temores, no lleva pendientes en las orejas, aunque muestra cierta inclinación hacia un piercing en la ceja, sin verdadero empeño, lo que parece augurar el decaimiento de esa moda. Espero que, con aplicación e interés, consiga, a lo largo del curso académico, ponerme a su altura.
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