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Mayores y menores

Los mayores descubrieron en los años sesenta que los menores tenían mucho poder cuando se organizaban, que tenían un potencial político prácticamente desconocido hasta entonces. Los jóvenes estudiantes de mayo del 68 demostraron, entre otras cosas, que podían desestabilizar instituciones, conmover a las ciudades y poner en apuros a experimentados políticos. Desde entonces, los jóvenes y los menores han sido utilizados y manipulados por todo tipo de intereses y en los países más dispares.Por eso resulta algo patético que, entre todas las medidas que un Estado de Derecho puede tomar contra la delincuencia política, la noticia que destaca en todos los medios de los últimos días sea la intención de endurecer las leyes contra los menores delincuentes. Que sobresalga principalmente ese aspecto, dentro del conjunto de medidas que se piensan o se deberían tomar, es un descuido vergonzoso de la política contra la violencia. Desde París en 1968 hasta la plaza de Tiananmen en 1989, y todavía más allá, la movilización de los jóvenes es siempre un factor de éxito y su represión, con razón o sin ella, casi siempre termina en un fracaso rotundo. Esta vulgaridad la conoce cualquier experto en movilización social, los grupos de presión, los servicios de inteligencia y hasta el cura párroco del barrio. ¿Cómo es posible, entonces, cometer un error tan elemental?

Por si no consigo expresarme con claridad, una torpeza que a veces me persigue, estoy hablando de un problema de imagen y de persuasión social, en absoluto de la legislación vigente. Para nada, como dicen en las telenovelas. No son las leyes sino los fenómenos colectivos de opinión, junto con la educación y el ambiente, los que tienen fuerza sobre el comportamiento de los menores y sobre su repercusión social y política.

¿Cómo es posible que la mayoría, con todo su poder, haya perdido su influencia en el pensamiento de los menores, pocos pero suficientes para mantener la tensión mediante violencia urbana? Simplemente porque otros más expertos o, al menos, más activos han sabido influir en su manera de pensar. Es entonces en el pensamiento, y en el fracaso de los representantes de esa mayoría, donde se desarrolla la batalla del menor y no precisamente en la reforma de las leyes.

Fue Tocqueville uno de los primeros en destacar el poder de la mayoría sobre el pensamiento; un poder, según él, que no intenta forzar el cuerpo y que va derecho al alma. Que conserva los privilegios del ciudadano, pero que lo convierte en un extraño si se aparta de la norma, hasta el punto de provocar el alejamiento de los demás. Según parece, Tocqueville no se cumple entre nosotros. La mayoría no tiene poder ni para convencer a sus menores de que están siendo utilizados.

Hace tiempo que hemos abandonado la educación en todos sus grados y niveles, desde el más elemental hasta la que se conocía como superior. La consecuencia es que algunas minorías son capaces, otra vez más, de obligar a la juventud a marcar el paso mientras gritan que el futuro les pertenece, y todo ello al mismo tiempo que los mayores intentan apoderarse de su presente. La solución no puede estar solamente en una nueva vuelta de tuerca.

jseoane@attica.es

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