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Tribuna:
Tribuna
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It's the content, stupid!

Cultura y política cultural no han sido precisamente temas estrella de la reflexión o la polémica públicas en España durante las dos últimas décadas, ni han ocupado mucho espacio en los programas electorales ni en los debates parlamentarios. Quizás por el peso de largos hábitos del franquismo, los políticos españoles han preferido siempre hacerse fotos con los artistas antes que, por natural pudor, pensar o hablar mucho de esa modalidad de beneficencia. Por eso hay que agradecer que las páginas de opinión de EL PAÍS hayan cobijado en los últimos meses, aunque con ópticas muy diferentes, una cierta confrontación sobre este trascendental asunto. Sería una pena, sin embargo, que esta reflexión se redujera a una serpiente de primavera-verano y que se cerrara en falso hasta nueva ocasión. De ahí mi propósito de alimentarla.Simplificando necesariamente, parecían haberse decantado dos frentes: los satisfechos y los descontentos con el mercado puro. Los primeros medían el interés por la cultura por el gasto dedicado por los consumidores (los holandeses, para la ocasión) y pedían más esencias neoliberales ( Delgado-Gal) o sostenían la tajante ecuación modernidad + cultura global = libertad individual / progreso (Vargas Llosa), para negar las políticas culturales que pervertirían las virtudes de la mano invisible, transformándonos en una temible dictadura como la del zapato (la Shoelandia de Liborio Hierro). Los descontentos, en cambio, preconizaban, aun con todas las precauciones, una política cultural (Salvador Giner / Rodríguez Morato) o anunciaban las consecuencias negativas del mercado libre salvaje sobre el ecosistema cultural (Mario Muchnik).

Un primer problema del debate planteado era la ausencia de una definición previa de cultura, que en algunos de los textos se traslucía como arts excelsos y elitistas, en el sentido anglosajón tradicional, que parecía ya en desuso desde hace décadas. Sin embargo, el concepto moderno de cultura es mucho más amplio y parece evidente que, aunque permanezcan múltiples formas y vehículos culturales, el cultivo y la transmisión masiva de símbolos y valores de vida en sociedad se realizan hoy a través de las grandes industrias culturales: el libro, el disco o el cine pero, también y muy especialmente, de la prensa, la radio y la televisión (publicidad incluida, naturalmente).

En varios de los artículos se echaba de ver además una concepción romántica de la cultura -curiosamente compatible con la idea del todo mercado- que poco se compadece con la realidad de, por lo menos, los últimos cincuenta años de estas industrias culturales: protipos únicos e irrepetibles pero susceptibles de ser reproducidos indefinidamente en miles de copias sucesivas o simultáneas que van al encuentro del consumidor; y habría que añadir, como resulta obvio, que las artes tradicionales como el teatro o la danza, la pintura o la escultura, llevan también varias décadas de permanente adaptación a las leyes de mercado y de la comunicación masiva. Mercancías todas ellas por tanto, pero que conservan una especial naturaleza por su "materia prima", la creatividad humana, y por su forma de consumo que exige una innovación constante, viveros de creadores generalmente mal o nada remunerados por el mercado, delicadas cadenas de intermediarios y -felizmente- una resistencia acendrada a plegarse completamente a las reglas del márketing. En todo caso, la famosa disyuntiva de Malraux sobre arte o industria ha perdido todo sentido, si alguna vez lo tuvo, en el cine como en la inmensa mayoría de la producción cultural.

Efectivamente, la globalización económica actual no implica en absoluto el reino incontestado de una cultura global, como demuestra el reverdecimiento de los repertorios locales en literatura, música o audiovisual en Europa y en Latinoamérica, aunque muchas veces sean controlados por las multinacionales. Pero sí ha incrementado la expansión y los beneficios de las industrias culturales más fuertes, acentuando la debilidad de muchas culturas nacionales y locales y desequilibrando más aun en su perjuicio los intercambios culturales internacionales; la oleada continua de fusiones y absorciones que protagonizan en los últimos años grandes transnacionales de la comunicación y la cultura para acumular carteras de derechos cada vez más importantes o para integrarlos verticalmente con las redes de distribución, aumenta considerablemente estos peligros que son a un tiempo económicos, culturales y políticos. Por poner un ejemplo gráfico, los más de 7.000 millones de euros en que se cifra el déficit audiovisual anual de la Unión Europea con los Estados Unidos representan una pérdida estimada por lo bajo de 200.000 puestos de trabajo, al tiempo que un grave deterioro de sus valores y su diversidad cultural y, en último término, una notable degradación de su riqueza expresiva e ideológica, es decir finalmente, de su espacio público democrático.

Aun olvidando todas esas precisiones, la intermitente polémica citada mantenía un irremediable tufillo a naftalina en el prefacio de la Era Digital en que nos hallamos. Porque todos los datos demuestran ya que los contenidos y los servicios culturales y comunicativos son el motor de las nuevas redes, de su crecimiento económico y su creación de empleo, de su valor añadido y de su control estratégico; en términos sintéticos, algún experto estadounidense ha parafraseado la famosa frase sobre la economía para exclamar: "It's the content, stupid!" ("Se trata de los contenidos, estúpido"). Pero puesto que parece vano esperar que las infraestructuras y los equipos segreguen mecánicamente esos contenidos, resulta inevitable contar con las industrias culturales y comunicativas clásicas de cada país o región. En otras palabras, como señalaba hace poco Carlos Fuentes, no hay defensa de la cultura sin capacidad industrial de una lengua o de un país y, por añadidura, en la sociedad de la información las políticas culturales son, además, políticas industriales.

En esa perspectiva, las posiciones neoliberales extremas resultan obsoletas por mucho que se vistan de modernidad. Porque, cuando creen atacar por razones principistas los restos del Estado de Bienestar, están simple y llanamente condenando no sólo la diversidad cultural y el pluralismo democrático de sus países sino también su capacidad de desarrollo futuro. Como ilustración gráfica, podemos pensar así que el "precio fijo" con "descuento libre" de los libros de texto, probable ariete de una total liberalización del mercado editorial, no sólo corre el riesgo de ocasionar el cierre de miles de librerías y, por carambola, de marginalizar más aún a la creación innovadora o minoritaria, sino que impedirá que esos actores puedan adaptarse a las nuevas redes para aprovechar sus posibilidades de competencia y supervivencia.

El ejemplo nos introduce justamente en el más grave cuadro general de ausencia en España de una política cultural digna de tal nombre, y no sólo ocupada de los museos y las catedrales (que los conservadores mantienen, naturalmente). Sobre una tradición nada gloriosa en este campo, la política cultural del Gobierno actual ha retrocedido varios puntos en los últimos años, especialmente en lo que respecta al indispensable apoyo a los nuevos creadores y sus óperas primas en todos los campos culturales y artísticos. Desde el abandono de la música a su suerte a las insuficientes subvenciones al cine español, desde la insensibilidad ante la ecología del libro hasta el desfavorable tratamiento fiscal de las actividades culturales y mediáticas, todo confirma esa dimisión estatal. Mientras, paradójicamente, se lanzan discursos altisonantes sobre la "Sociedad de la Información" y se proclaman "iniciativas estratégicas" para su extensión a todos los españoles, como la anunciada conexión a Internet de las escuelas, con olvido general de los contenidos que darán sentido a esas nuevas redes y motivarán a los usuarios. Que los ministerios de economía lleven con frecuencia la voz cantante de esas políticas miopes no hace sino acentuar esa contradicción flagrante.

En ese contexto concreto, general, europeo y nacional pero también a escala regional y local, deberíamos continuar debatiendo sobre políticas culturales. Sobre medidas que deberán cambiar inevitablemente para adaptarse a las nuevas necesidades; seguramente, sobre líneas mucho más orientadas a la promoción interior y exterior de nuestra/s cultura/s que al proteccionismo; probablemente, con apuestas más rotundas de apoyo a clásicos y nuevos creadores e industriales de la cultura, a las Pymes especialmente por su demostrada flexibilidad y capacidad de innovación, para que trasvasen sus contenidos y su saber hacer a los nuevos soportes. El desafio es económico, cultural y político a un tiempo, y las relaciones entre estas vertientes se han vuelto tan intrincadas en la comunicación y la cultura que ya nunca será posible separarlas..

Enrique Bustamante es catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universidad Complutense

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