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Mona, pero macarra

Por encima de la mirada displicente de los amigos intelectualoides, me voy con mis amigas (con las chicas) al concierto de Mónica Naranjo; por encima de los prejuicios de los intelectualiodes, que, torciendo el gesto y levantando la barbilla, se hacen los escandalizados: "¿Cómo puedes caer tan bajo?". Los intelectualoides suelen caer tan alto que no se enteran de lo que sucede a su alrededor, si es que en su alrededor llegan a incluir la periferia: no sólo la geográfica, también la de sí mismos.Me voy con mis amigas al concierto porque Mónica Naranjo es una diva popular y, como tal, tiene el poderío de hablar directamente de cosas esenciales de la vida con la potencia de una voz desbordante y con la chulería de un espíritu libre. Íbamos a su concierto por honestidad, porque el tema Sobreviviré de su último disco nos ha servido a muchos de grito terapéutico durante el último año, casi con la categoría de un himno generacional que no requiere edades; porque Desátame, de su disco anterior, fue coreado con sentido por miles de personas que conocemos; y porque no hay que ser tan soberbio como para no reconocer que lo que cantan esas canciones es el desgarro del amor, la épica de la soledad y la fuerza de la lucha. Y Mónica Naranjo lo cuenta en una clave paradójica: con una estética de arrabal catalán y televisión mexicana y una ética de barrio de Chueca, provocadora y auténtica como la calle e imponente y sofisticada como una diva, una Rocío Jurado de nuestro tiempo.

Híbrido feliz de bella y bestia, ella bajó al escenario, enfundada en sus trajes sexuales y rodeada de chulos musculados, para no cejar en su empeño de poner el don extraordinario de su garganta al servicio de las verdades como puños de nuestro corazón, para lanzar sin pelos en la lengua las consignas de nuestra nueva sociedad emocional. "¡Qué semanita llevo!", nos dijo nada más llegar, como la prima artista que vuelve a casa en Nochebuena, "con treinta y ocho de fiebre y con cambios en la programación. Pero yo tenía que estar aquí hoy". Y ahora, sí, arengó a las masas entregadas: "Porque ¡el que quiere, puede!". Para que nos vengan con pamplinas. A la gente del Palacio de Deportes nos gustó que lo dijera, porque todos queríamos, es decir, podíamos. Por eso Mónica Naranjo atrajo a un público gay, que quiere y puede, y a muchas otras personas con pinta poco intelectualoide, pero que saben muy bien lo que quieren y lo que pueden. Mónica insistía: "Mi marido no me quería: mi marido estaba looooco por mí". Y todo el mundo entendía, y lo hubieran entendido mis amigos más críticos. Entonces vino lo mejor. El Palacio de Deportes retumbaba pidiendo ese Sobreviviré cuyo estribillo es una moderna oración de cada día, y Mónica Naranjo, muy alto y muy claro, como si la sabiduría popular le hubiera enseñado que estar encima de un escenario ante miles de personas es una oportunidad que no debe despreciarse, explicó: "No puedo cantar esa canción, el Ayuntamiento de Madrid me lo ha prohibido, pues el alcalde Álvarez del Manzano dice que incita al macarreo". Mis amigas y yo no dábamos crédito, y a nuestro alrededor se extendía el desconcierto. "¿Y sabéis qué le he contestado al alcalde?: Sí, señor, es que yo soy muy macarra; muy mona, pero muy macarra". Cantó alguna canción más y se despidió, con la apoteosis del himno en cuestión. Quedó dicho lo dicho.

No sabemos más al respecto y, obviamente, el Ayuntamiento no puede prohibir que Mónica Naranjo cante un tema, por muy macarra que le parezca, pero si la cantante aprovechó para hacer semejante alusión, necesariamente ha tenido que recibir tal juicio por parte de dicho individuo. ¿Qué considera, pues, macarra el alcalde de Madrid? ¿Que Mónica Naranjo enseñe las nalgas? ¿Que una de sus letras diga "puta realidad"? ¿Que juegue con la ambigüedad sexual? ¿Que "incite" a la libertad y a la contestación de los modelos de comportamiento? ¿Que una tía enseñe y diga lo que le dé la gana? En fin, lo de menos es lo que opine un señor sobre una artista; lo importante es que ese señor es un alcalde que insulta, un alcalde cuya categoría es inversamente proporcional a la de la ciudad que rige; una ciudad, Madrid, por la que debería atreverse a dar una vuelta para comprobar que, efectivamente, somos muy macarras, muy monos, pero muy macarras.

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