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Tribuna
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El hervidero yugoslavo

Al cabo de unas horas, y con los belgradenses en la calle, asaltando parlamentos y televisiones, la decisión, que nada tiene de salomónica, asumida por el Tribunal Constitucional yugoslavo en el sentido de anular las elecciones presidenciales del pasado 24 de septiembre ha hecho que gane innegable peso la versión de lo entonces ocurrido avalada por la oposición serbia. Ni siquiera los más pesimistas estaban llamados a concluir que el pucherazo iba a alcanzar unas cotas tan evidentes como las que se barruntan tras la aplicación de un cómodo procedimiento: cuando apreciamos que los resultados no son los esperados, cancelamos unas elecciones ya celebradas y hacemos como si nada hubiese ocurrido.Así los hechos, en estas horas tiene poco sentido recordar que nada había de saludable, y mucho de injerencia, en las reiteradas admoniciones de tantos portavoces occidentales empeñados en anunciar que un triunfo electoral de Kostunica acarrearía el levantamiento inmediato de las sanciones que pesan sobre Serbia. En una suerte de obsesivo vapuleo de la opinión pública local, recobra todo su peso, en cambio, la ignominia de un régimen, el de Milosevic, que desde hace tres lustros maneja un formidable aparato de propaganda.

Aunque no sólo se trata de eso: la decisión del Tribunal Constitucional yugoslavo viene a desmentir la razonable suposición de que el régimen de Milosevic se caracterizaba por medio respetar, al menos en lo que se refiere a esos ciudadanos de primera clase que son los serbios étnicos, muchas de las reglas del juego de la democracia pluralista. En estas horas se ha hecho palmariamente evidente que, cuando las cosas se han puesto difíciles, Milosevic ha dejado de lado, y con estruendo, las apariencias. Y ha encontrado repentina justificación la actitud de las gentes que, en un movimiento que nos retrotrae al Bucarest de finales de 1989, han buscado, airadas, la calle.

Hay quien aducirá, bien es cierto, que el pronto de Kostunica cuando, a finales de septiembre, se inclinó por no concurrir a la segunda vuelta electoral puso las cosas difíciles a los sectores del régimen inclinados a admitir, antes o después, la victoria del candidato opositor. Y es que, al fin y al cabo, la diferencia de votos -casi once puntos porcentuales- entre Kostunica y Milosevic, tal cual era reconocida por la junta electoral yugoslava, invitaba a descartar la posibilidad de que ésta se estuviese preparando para encarar un gigantesco pucherazo en la consulta que debía celebrarse el 8 de octubre. No se olvide que, conforme a los datos distribuidos, y para alcanzar la mayoría absoluta, a Kostunica le quedaba por rebañar un escueto 1% de los votos, tarea harto sencilla habida cuenta de las declaraciones de los candidatos preteridos, del fondo de reserva que proporcionaban muchos electores montenegrinos y, en fin, de la general percepción de que los datos de la primera vuelta habían sido trucados en detrimento del candidato opositor.

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Nadie que conozca el escenario yugoslavo de los últimos años puede afirmar, de cualquier modo, que la decisión del Tribunal Constitucional ha sido una plena sorpresa, y ello pese a que al observador profano acaso se le han hurtado algunos elementos clave para entender la situación. Aunque no es mucho lo que tienen que ver con el debate de estas horas, cargadas de tensión, bueno es que los mencionemos: si uno de ellos, tal vez el más importante, es el relativo a la naturaleza de la oposición que encabeza Kostunica, otro remite a algunos horizontes más o menos inmediatos cuya presencia bien puede dinamitar muchas presunciones.

Llevados de un deseo al parecer irrefrenable, el de sacarse de encima a Milosevic, muchos de nuestros analistas se han dejado cautivar por una patética idealización de Kostunica y su coalición opositora (han hecho otro tanto, por cierto, con una figura tan equívoca como la del presidente montenegrino, Djukanovic, otrora fiel palafrenero de Milosevic y, como éste, buen amigo de políticas subterráneas y capitalismos mafiosos). Si se trata de buscar los signos de un nacionalismo esencialista, Kostunica en modo alguno le va a la zaga, sin embargo, a su principal rival de estas semanas. La fotografía que lo retrataba en Kosovo en 1998, orgulloso portador de un fusil Kaláshnikov, lo dice casi todo de un personaje que, al arremeter contra Milosevic, no le reprochaba a éste sus impresentables razzias en Bosnia o en el propio Kosovo, sino, antes bien, la ineptitud para sacar partido de las aventuras militares correspondientes. Aunque las declaraciones de Kostunica algo tuviesen de tributo a las exigencias de la campaña electoral, no está de más recordar que a menudo echaban mano del lenguaje, tan caro a los parafascistas de Seselj, que ve en Dayton y en la capitulación de junio de 1999 sendas traiciones al pueblo serbio.

Entiéndase bien, eso sí, que sólo los más ciegos de entre nosotros preferirán olvidar que no falta razón en muchas de las quejas que la oposición serbia ha formulado cuando se ha entregado a la tarea de sopesar las políticas occidentales. Como en tantos otros escenarios, y para empezar, las sanciones económicas no han hecho sino beneficiar a los poderosos y empobrecer a los débiles. En un magma en el que la serbofobia fácil ha inundado las páginas de tantos de nuestros periódicos, lo suyo es que se recuerde que nuestros gobernantes le reían las gracias a Franjo Tudjman, el fallecido presidente croata, cuando éste jugaba cartas parecidas a las de Milosevic. Qué no decir, en fin, de unos bombardeos, los de la OTAN, que inopinadamente se llevaron la vida, el pasado año, de medio millar de civiles.

Fueren los hechos como fueren, lo cierto es que Kostunica ha rebañado muchos votos de gentes que antes se inclinaban por Milosevic y ahora han dado en apreciar en éste un traidor. Para testimoniarlo, nada mejor que invocar algo que, antes de la primera vuelta electoral, pasó inadvertido: Tomislav Nikolic, el candidato presidencial del Partido Radical -de nuevo los parafascis-

tas-, anunció que en caso de una segunda vuelta su fuerza política podría pedir el voto para Kostunica, y no para su aliado de gobierno en Serbia, Milosevic. Con estos apoyos, lo mejor es no soltar las campanas al vuelo. No vaya a ser que en unos meses, y con Kostunica a la cabeza de Yugoslavia, kosovares y montenegrinos tengan la oportunidad de comprobar que no es oro todo lo que reluce.

La otra cuestión con miga es la del futuro inmediato. Al amparo, de nuevo, del deseo de librarse de Milosevic, muchas reflexiones han dado en olvidar que éste -supongamos que hubiese admitido sin pestañear una derrota electoral- guardaba, y guarda, algunos ases en la manga. Dejando ahora de lado horizontes infaustos que, por desgracia, llevan camino de hacerse realidad, uno de esos ases era la prolongación del mandato presidencial hasta julio, con el riesgo paralelo de que durante esos meses prosperasen reformas constitucionales y, tal vez, se instaurase un estado de guerra. Pero, si el escenario constitucional no se desmorona, a Milosevic - o a quienes, de entre los suyos, puedan reemplazarlo- le quedará aún otra salida: la de deshacer el camino que recorrió en 1997. Entonces, ante el final del último de sus mandatos como presidente serbio, pujó por hacerse con la presidencia yugoslava y para ello no dudó en apuntalar las atribuciones anejas a ésta. Ahora, o dentro de unos meses, nuestro hombre podría sentir la tentación de volver atrás, vaciar de contenido la presidencia federal y hacerse fuerte de nuevo en una república, Serbia, en la que los aparatos bajo su control siguen disfrutando -supongámoslo- de ingentes capacidades. No se olvide que Serbia aporta más del 90% de la población de la actual federación yugoslava.

La sola consideración de avatares tan espinosos como éstos -detrás de ellos no sólo está el destino de un líder político: todo un grupo humano dirigente tiene motivos para temblar- obliga a hilvanar una conclusión: a Serbia le queda por recorrer una senda larga y tortuosa en la que habrá de cerrar la página de Milosevic -pocos dudan de que esto es ahora lo principal- para después hacer lo propio con la de Kostunica, en muchos sentidos un mero eco de quien ha encabezado el país desde 1987. Cuando Serbia acometa su catarsis, acaso habrá llegado nuestro turno y acabaremos por entender que hay motivos sobrados para recelar de quienes nos gobiernan, de su mitología paternalista, de su Fondo Monetario, de su designio de salvar oscuras alianzas militares y de sus componendas de otrora con quienes hoy son espectacular objeto de repudio.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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