Degradante
Saben que estamos localizables desde el televisor, porque a las siete de la mañana muchos podemos desayunarnos con las noticias; nos esperan a eso de las tres de la tarde, porque es la hora de comer de más de la mitad de los potenciales telespectadores; y, finalmente, no tienen ninguna duda de que entre las nueve y las diez de la noche cazan al resto. Los noticiarios de las cadenas televisivas están ubicados en horas estratégicas, como casi todo lo demás.Por eso no hay inocencia en el obsesivo pase de escenas escabrosas, muchas veces arrojadas en la apertura sin previo aviso, o con la meliflua advertencia, pronunciada a media voz, como quien no quiere la cosa, de que las imágenes que van a ofrecerse son duras, pueden herir la sensibilidad del televidente, o, simplemente, son desagradables. Pero no se privan de abusar de nosotros, teleadictos sociales sin esperanza de redención. Abren con ejecuciones de gente en directo cazadas al vuelo y repartidas por reporteros de éxito, seguramente a cambio de un buen precio en la subasta del morbo informativo que se adueña cada día del salón comedor de gente confiada.
Ayer fue en Italia donde, cazadas en la red, se emitieron aterradoras fotos y vídeos de abusos, torturas y sevicias sexuales a menores. Otro día fue la cámara que no pudo evitar que el actor se ahogase en la tromba de agua; más allá, el directo de una muerte a tiros de padre e hijo. Cada día se renueva la enloquecida competición entre medios audiovisuales para ver quién consigue lo peor, lo más fuerte, lo más repugnante o lo más exclusivo dentro de esa cloaca de la apología criminal que parece tener la venta asegurada, y a la audiencia esclavizada.
Semejante abuso no parece deberse a pretensión pedagógica alguna, porque se le flanquea con programas especiales donde el regodeo con la miseria humana para obtener emociones fuertes es la tónica. Hubo, hace tiempo, un conato de debate público sobre la conveniencia de dar cumplida cuenta de los detalles que rodeaban a los asesinatos terroristas; y se impuso la tesis de no hurtar ninguna de sus horrorosas imágenes para así coadyuvar a la necesaria movilización ciudadana en su contra, a la implicación del todo social, para responder adecuadamente a la tentación de aislar esos hechos como si se tratase de un pleito lejano, un peaje inevitable imposible de erradicar.
Puede admitirse, pues, que determinadas imágenes, o el tratamiento específico de aquellas tengan un sentido educativo, disuasor o de denuncia, sea cual sea el contenido de las mismas, pero la sistemática recurrencia a cuerpos calcinados por catástrofes, gente asesinada, cadáveres de ahogados comidos parcialmente por los peces, tiros a bocajarro, palizas salvajes tomadas en vídeos que nunca pudieron impedir las muertes ni lo intentaron, rostros desfigurados, tumbas colectivas, niños desnutridos, fallecimientos en directo, etc., etc., esgrimidos como paradigma de la información lleva a la sospecha de que lo verdaderamente importante para esa manera de hacer las cosas es la relativización moral de los hechos en beneficio del impacto y de la adicción que este tipo de mensaje brutal pueda crear.
Resulta indecente, y denunciable que no exista una convención legal obligatoria que nos evite esa indiscriminada ocupación del espacio informativo por brutalidades servidas a la carta (quien sabe si algún día provocadas directamente por quien las capta y vende); y, degradante la impunidad con que se reproduce.
Vicent.Franch@uv.es
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