Las marcas del Olimpo
PEDRO UGARTEEl mundo de las Olimpiadas es una orgía de récords, marcas y registros. La impaciencia del público moderno (el deporte hace tiempo que se ha transformado en espectáculo) demanda nuevas y épicas victorias. Para que la excitación del personal no disminuya se han inventado varios recursos, diversas triquiñuelas que pretenden instalarnos ante la maravilla permanente. Uno de esos recursos es la especialización. La especialización consiste en ponderar las marcas no ya según criterios absolutos. Cuando el deporte está llegando a los límites de la biología humana, la posibilidad de destacar a un deportista se basa en conceptos relativos. Ya que la plusmarca mundial nos queda lejos, siempre se puede ponderar la plusmarca olímpica (una variante, en general, más accesible) o, como acostumbran los comentaristas deportivos, subrayar que determinado carrerón supone plusmarca continental, nacional (y ¿por qué no provincial?) o recordar que acaba de conseguirse "la mejor marca del año", o aún la segunda o la tercera.
El otro sistema para afincar al público en la maravilla sucesiva es mucho más sutil: la perfección técnica en la subdivisión del minutaje. La humanidad, con irresponsable ligereza, se obstina en medir el tiempo de un modo cada vez más exacto. Los relojes han pasado de lo mecánico a lo atómico, haciendo breve estación en lo electrónico. Si antes ciertas pruebas deportivas se medían al dedillo, ahora se miden por los pelos: los aparatos cada vez afinan más. Gracias a eso podemos insistir en la superación humana. Una buena carrera de 100 metros se medía antes en décimas de segundo. Pero ahora lo hacemos en centésimas. Para adelantar aún más en los registros, habría que subdividir el tiempo en milésimas, y así hasta el infinito, ese infinito inalcanzable de las aporías de Zenón.
Mientras pienso en estas cosas, soy consciente de que tipos espartanos, rigurosos con su dieta y costumbres morigeradas se dejan la piel en los estadios, corriendo, saltando, embridando potros levantiscos, colgándose de anillas, nadando en las piscinas, lanzando cosas, pegando volatines, remando o manejando pelotas de variado tamaño. Es una lucha constante contra las leyes de la física, un obstinado intento por arrancar centímetros al terreno o centésimas al reloj.
Claro que existe un tercer sistema para prodigar el aluvión de las plusmarcas, y esta vez sí con la intención de conseguir registros absolutos: el dopaje. El deporte, que antaño era paradigma de vida sana y salud corporal, se ve periódicamente salpicado por escándalos vinculados a la ingestión de sustancias prohibidas. Al récord por la vía del pastillazo. De vez en cuando ciertos casos salen a la luz, pero de muchos otros no se tiene noticia, o se tiene sólo a posteriori. Ahora se conocen las espeluznantes técnicas utilizadas en los países comunistas para preparar a sus deportistas, auténticos monstruos humanos: desde hipopótamos desfigurados para competir en lucha libre a las nadadoras andróginas de la RDA o a aquellas gimnastas tristes, de aspecto meningítico, a las que se les retardaba premeditadamente la menstruación para que ganaran medallas sobre la barra de equilibrio. Que en gimnasia femenina sólo se vean niñas y no auténticas mujeres lo dice todo acerca de la incompatibilidad de la condición humana con la perfección atlética de ciertos ejercicios.
No sé si todas estas reflexiones son legítimas. Al fin y al cabo, he oído hablar tanto de las bondades del deporte que inevitablemente acabo desconfiando de él. De todos modos, mantengo la convicción de su salubridad y de los generales beneficios que aporta a los seres humanos. Quizás todo se resuelva en que hoy día el deporte ha alcanzado una consideración que en otras épocas correspondía a la religión. Al fin y al cabo, yo también contemplo las pruebas olímpicas desde el sofá de casa, pero debo subrayar que no siempre las sigo arrellanado en mi sofá y bebiendo una lata de cerveza. En modo alguno. Sería una calumnia imputarme siempre esa conducta. A veces las sigo fumando un cigarrillo.
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