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Tribuna
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La huida

Dios hizo el mundo en seis días y al séptimo, el capitalismo se lo benefició. Después de darle muchas vueltas, decidió trinchar la creación y despacharla en el mercado. Entonces, envió a sus cartógrafos para que trazaran el mapa del tesoro. Pero, cuando regresaron, traían un mapa muy confuso. Es que el mundo es promiscuo: junto a las plantaciones de café, hay chabolas de miseria; junto a las minas de oro, criaturas indolentes que tocan la flauta; junto a los yacimientos de hulla, gentes de pringue; junto a los ganados, pastores que te corren a cantazo limpio. El capitalismo reflexionó. Dios había ido a destajo, y de tan agotado, se dejó las inmundicias. Y así fue como el capitalismo le tomó el relevo a la providencia. Primero que nada cercó y alambró el despropósito: pobladores de la hambruna, seres de viento y caña, tipos de musculatura mineral, vigías del ozono, vagabundos inquietantes. El capitalismo dio órdenes a sus economistas y a sus guardias. Había que hacer del planeta el paraíso de la opulencia. Había que almacenar los metales nobles, el carbón, el acero, las divisas. Había que preservar toda la riqueza en las cámaras acorazadas del poder, colocarla al amparo de instituciones de apariencia respetable y enseñar la nueva palabra: globalización.Poco después, se iniciaron las rondas de ministros, financieros, explotadores y tiburones de industria. Pero algún cálculo se les escapó, porque allí donde celebraran sus cónclaves, se percibía de inmediato la incursión de una juventud, que ya había globalizado, por su cuenta, la justicia, el amor, la tolerancia y la libertad. Por fin, la derrota se consumó en el relámpago de una arquitectura de terciopelo y violines. Y hasta el libretista de aquella ópera de infamias escribió: "Ante el lucro suele caer de rodillas la propia voluntad democrática". Pero cuánta irreverencia. El capitalismo huyó espantado, por subterráneos sórdidos, bajo la protección de los gorilas. Sus insolentes voceros salieron por piernas, con el complejo de ser el repugnante insecto, en el que un día se convirtió Gregorio Samsa. Pero sabían que no era otra metáfora, sino una envilecida realidad.

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