¿Quién hablará en nombre de la Europa ampliada?
La prioridad máxima de la Unión Europea a comienzos del siglo XXI debe ser el proyecto histórico que se esconde tras la anodina etiqueta de "ampliación". La recompensa será algo nunca conseguido antes en la historia europea: la construcción de un orden liberal que abarque todo el continente.Insistir en esto es, ahora, más vital que nunca, aunque también más espinoso. Más espinoso porque la opinión pública de los principales países de la Unión, especialmente Alemania y Francia, y de los principales países aspirantes, como Polonia y la República Checa, se muestra cada vez más escéptica con el proceso. El éxito electoral de Jörg Haider en Austria ha demostrado la eficacia con la que los políticos populistas pueden explotar los temores que provoca la apertura al Este. Parece probable ahora que la ampliación se convierta en un asunto polémico en las elecciones parlamentarias alemanas, y quizá también en las presidenciales francesas, ambas previstas para 2002. Y lo que tranquiliza a alemanes y a franceses puede enfurecer a polacos y a checos. Defender la causa de la ampliación es un reto para los líderes democráticos de toda Europa.
Con su reciente insinuación de que Alemania debería convocar un referéndum sobre la ampliación, Günter Verheugen, el comisario europeo encargado de la ampliación, ha formulado la pregunta adecuada, pero ha dado la respuesta equivocada. La pregunta es: ¿por qué, transcurrida más de una década desde la caída del muro de Berlín, han hecho los líderes europeos tan pocos esfuerzos serios por convencer a sus ciudadanos de que la ampliación de la Unión Europea a los Estados recientemente liberados de Europa central, suroriental y oriental redunda en un beneficio para ellos vital y a largo plazo? ¿Y cómo sería posible hacer ahora el esfuerzo, con retraso?
Pero los referendos no son la respuesta. No se trata de que no confiemos en los ciudadanos, sino de que, en las democracias representativas, los referendos son instrumentos que hay que utilizar con mucha cautela, sobre cuestiones que afecten directamente al núcleo de los intereses, instituciones e identidad nacionales. Por esa razón, Francia celebró un referéndum sobre el tratado de Maastricht, y Dinamarca (el 28 de septiembre) y Reino Unido (ya veremos cuándo) lo celebrarán sobre su adhesión a la zona euro.
Pero la ampliación no entra dentro de estas cuestiones. Es cierto que tiene una importancia vital para el futuro de todos nosotros, pero no choca directamente con los intereses vitales de ninguna nación europea. Al contrario de lo que insinúan los alarmistas, no producirá una enorme riada de inmigrantes, ni la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo, ni mucho menos una nueva pérdida significativa de soberanía nacional. Los populistas exageran los costes a corto plazo de la ampliación, a la vez que desprecian los beneficios a largo plazo. El cometido de los líderes democráticos es subrayar la importancia de los beneficios a largo plazo y situar los costes a corto plazo en una honrada pero justa perspectiva. No tenemos nada que temer de la realidad.
La opinión pública de ambos lados de la actual frontera oriental de la UE -el telón de terciopelo de Europa- tiene diferentes preocupaciones, pero también funciona como vasos comunicantes. En el oeste, la gente teme la inmigración, la pérdida de puestos de trabajo y la factura de la ampliación, ya sea directa, con un aumento de las contribuciones para el presupuesto de la UE, o bien indirecta, a través de las subvenciones que, por ejemplo, podrían ir a parar a la Galicia polaca en lugar de a la Galicia española. Paradójicamente, el temor a la inestabilidad -que alimentó el apoyo alemán a la ampliación de la UE- ha disminuido debido al ingreso de Polonia, la República Checa y Hungría en la OTAN. Mientras tanto, los mercados de Europa Central están tan abiertos a los exportadores y a los inversores de Europa occidental que el empresario occidental puede decir egoístamente: "¿Para qué necesito yo la ampliación?".
En el Este hay desilusión respecto a lo que los ciudadanos consideran promesas incumplidas de los líderes de Europa occidental. Hay consternación ante la rigidez burocrática y el gigantismo de las 80.000 páginas del acervo comunitario que deben adoptar antes de que se les permita ingresar en el club. Consideran con razón que muchas de estas normas y regulaciones protegen indebidamente intereses especiales dentro de la UE y resultan nocivas para una economía dinámica de libre mercado. Hay, por supuesto, preocupaciones especiales de grupos como los agricultores polacos y otras más amplias sobre la renuncia a parte de la soberanía que estos países han recuperado tan recientemente.
Hay también un temor real a que el precio que haya que pagar por entrar en el paraíso de Schengenlandia sea tener que fortificar y hacer impenetrables sus fronteras orientales. Esto es lo último que Polonia desea hacer con Ucrania, y no digamos la República Checa, con su antigua hermana siamesa Eslovaquia, o Hungría con su minoría húngara de Rumania. Una de las dificultades de defender la causa de la ampliación es que venderla en Alemania o Austria requiere la garantía de unas fronteras orientales cerradas y herméticas, mientras que para venderla en Polonia, Hungría o la República Checa es necesaria la promesa de que van a ser dúctiles y abiertas.
Si un referéndum no es lo adecuado, ¿qué se debe hacer entonces?
En primer lugar: la UE debe -a más tardar durante la presidencia sueca, en el primer semestre de 2001- establecer un calendario definitivo para la primera ronda de ampliación. La existencia de un calendario vinculante fue una de las principales razones por las que se estableció la Unión Económica y Monetaria en enero de 1999. Provocó una concentración de esfuerzo como ningún otro objetivo. Inspirándose en el recuerdo de las dos fechas límite de la Unión Económica y Monetaria, sugeriríamos a los líderes europeos que digan: "La primera ronda de ampliaciones tendrá lugar, si se cumplen a tiempo todas las condiciones, el 1 de enero de 2003. Debe producirse antes del 1 de enero de 2005". Y, de paso, dicha primera ronda debe incluir a Polonia, que es el país más peliagudo, aunque también el más importante del grupo principal de aspirantes.
Segundo: el Consejo Europeo en Niza, el próximo diciembre, debe establecer, por fin, un rumbo claro para realizar esas reformas institucionales sin las que una UE de 20 o más miembros sería sencillamente inmanejable. Además de las reformas del Consejo y de la Comisión, habría que dar aquí un salto hacia adelante. El Consejo de Niza debería apoyar el principio de "cooperación reforzada" siempre que dicha cooperación sea flexible, transparente y esté, en todas sus fases, verdaderamente abierta a todos los Estados miembros que deseen sumarse a ella. Esta apertura constituye también una preocupación para todos los países aspirantes que temen que, si no, podrían estar "dentro" y "fuera" a la vez.
Tercero: la UE debería plantearse, dialogando con todos los países aspirantes que lo deseen, si hay o no partes de esas complejas estructuras de cooperación a las que esos países pudieran adherirse antes de convertirse en miembros de pleno derecho de la UE. Un ejemplo podrían ser las áreas de Política Exterior y de Seguridad Común. (Después de todo, los Ejércitos polaco y checo colaboran ya con británicos e italianos en la reconstrucción de Kosovo). Otro sería el acceso por adelantado a la futura Carta Europea de Derechos Fundamentales. Y seguramente sería apropiado que el preámbulo de la misma hiciera una referencia explícita a los ideales de las revoluciones centroeuropeas de 1989.
Cuarto: tenemos que pensar en cómo hacer efectiva la perspectiva europea para los políticos y ciudadanos de las partes más remotas de la Europa suroriental y oriental. Una de las paradojas de la pasada década es que, al término de la misma, haya mayor presencia de tropas y funcionarios de Europa occidental en Bosnia y Kosovo que en Bohemia o Silesia. Es preciso prever y a continuación detallar los pasos necesarios para pasar de un protectorado militar a la integración política. El reciente mensaje de la UE al pueblo de Serbia y a los otros Estados de la antigua Yugoslavia es un buen comienzo, pero no es suficiente. Y, ¿qué tenemos que ofrecer a Ucrania y a otros países del Este?
Finalmente, y más importante que cada uno de los pasos anteriores: los dirigentes de Europa tienen que asumir el reto de defender ante sus ciudadanos la causa de una Europa ampliada, al este y al oeste del telón de terciopelo. Tienen que ser tan serios a este respecto como siempre lo han sido respecto al euro. Un euro débil puede tener sus ventajas; una Europa débil es una maldición sin paliativos. ¿Pero cuál de nuestros líderes es capaz de dar el paso al frente para aceptar este reto?
Timothy Garton Ash es miembro del consejo de Gobierno del St. Antony's College, Oxford, y de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Firman también este artículo
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