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Si no ligas, caducas

ENRIQUE MOCHALESNunca podré olvidar aquél verano juvenil que pasé junto a mi amigo Abelardo, el ligón cuyas técnicas hubieran hecho palidecer hasta al mismísimo aventurero Giovanni Giacomo Casanova. Abelardo decía tener un trauma no superado: su propia identidad. Decía que la falta de sensibilidad estética de sus padres a la hora de bautizarle le había producido un profundo trauma infantil del que tardó mucho tiempo en recuperarse. En el colegio, no obstante, le llamábamos Abel, nombre que pasó a pertenecerle por derecho propio. Abel por aquí, Abel por allá, llegamos a la adolescencia sin el suficiente bagaje existencial que hubiéramos necesitado para torearla. Dicho de otra forma, que la adolescencia nos pilló desprevenidos.

Pronto se manifestó en el joven Abelardo, o debería decir Abel, una indiscutible tendencia a ser el ligón de la clase. Sus detractores, envidiosos, le llamaban por su antiguo nombre: "Abelardo el melenas, el terror de las nenas". No obstante, en lugar de perjudicar su reputación, la promocionaban inconscientemente con el poco imaginativo sainete, puesto que ése era un título -terror de las nenas- que en el fondo no se le otorgaba a cualquiera. Yo, resignado ante el indiscutible magnetismo que Abel parecía tener para las mujeres, trataba de basar mis tácticas de asalto con la discreta elegancia del que sabe mantenerse en segundo plano. Es decir, que esperaba las migajas sin jamarme un rosco. Mientras tanto, Abelardo desplegaba una picaresca inaudita a la hora de ligar con todo lo que se le pusiese por delante.

El caso es que un día nos fuimos de excursión a Biarritz, tal vez cumpliendo con un rito atávico de nuestros antepasados, confiando en que nuestro dominio del francés sirviese para algo. Y la verdad es que Abelardo no perdía la oportunidad de ponerlo en práctica. En el aparcamiento de motocicletas de la playa entabló unos contactos en la tercera fase con unas alemanas que estaban de escándalo. Después de guiñarme el ojo se puso a hablar en francés. Se presentó como francés. Dijo que trabajaba en el Consulado francés de Bilbao, ya que su madre era francesa, y, rozando el surrealismo, su padre afgano, residente en el País Vasco. Por esa razón, dijo, se llamaba Ab-El. Las alemanas, intrigadas con nuestra historia, nos aguantaron cinco minutos más, hasta que una de ellas pronunció un fonema que no sonó muy agradable, y se marcharon todas con viento fresco riéndose mucho.

"No sé qué es lo que ha podido fallar", decía Abel. "Quizás me haya pasado con lo de mi padre afgano, pero quedaba original". Su reflexión autocrítica no duró mucho. Inasequible al desaliento, Abel entró en contacto a los pocos minutos con unas francesitas, muy monas ellas, y se presentó hablando un argot que bebía del francés y el inglés. Les dijo que vivía en Cambridge y no sé cuántas paparruchas más. Se les veía a las niñas que el mestizaje de Abel les interesaba, e incluso nos propusieron tomar algo después de la cena. Nosotros asentimos, ilusionados. Quedamos en un café cuyo nombre no recuerdo. Ellas se fueron a cenar a su horario europeo, con papa et maman. Pero Abel no estaba satisfecho. "Éstas no vienen", decía. "Éstas nos han pillado". Yo le reconvine entonces: "Pero Abel. ¿Por qué no te dejas de chorradas? ¿Por qué no les dices simplemente que somos de Bilbao?".

Abel se quedó pensativo, mirando hacia la playa. Una mujer gruesa caminaba por la orilla levantando su faldón con ambas manos. Por un extraño efecto óptico, se hubiera dicho que el sol salía de entre sus piernas. Asistimos mudos a la escena, y la cabeza del sol, como el cráneo de un niño rey que asoma por el útero, se hundió en el agua, desprendido ya de la placenta espumosa. La gorda siguió su camino, ignorante de que acababa de dar a luz un atardecer.

"Ha sido una broma", concluyó Abelardo. "Luego se lo digo. No se enfadarán". Esperamos en la playa comiendo una pizza hasta la hora de la cita. Acudimos al café. Estiramos la cerveza durante una hora y media en la tediosa espera. Las francesas no vinieron. Fuéramos afganos, franceses, ingleses, españoles, vascos, o simplemente de Bilbao, no les interesábamos. Aquella noche, retornamos a la playa. De hecho, dormimos en ella.

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