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Mudar la piel JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

El PP de Cataluña ha mudado. Mudar, cambiar la piel, es algo distinto que mutar, sufrir alguna transformación profunda que se transmite genéticamente. La muda del PP catalán es un efecto retardado del cambio que la derecha española vivió cuando Aznar puso la liebre del centrismo a correr y todos detrás y el que no la atrape no sale en la foto y pierde la voz. Ha sido necesario aplicar mucha crema hidratante, mucho maquillaje, hasta poder anunciar que la nueva piel del partido está a punto. Y, sobre todo, ha sido necesario cambiar de esthéticien, sustituir a Alejo Vidal-Quadras por Alberto Fernández, con Josep Piqué dirigiendo, con mando a distancia, los trabajos de recuperación corporal. Y así llegó el congreso del giro catalanista del PP.El giro, sus modos y sus maneras, se presta a las chanzas e ironías. Por si alguien podía dudar del carácter cosmético y oportunista -la apertura de la sucesión de Pujol- de la iniciativa, el Gobierno se ha cuidado de hacer coincidir la presentación en sociedad de la muda del PP catalán con la decisión de prohibir cualquier identificación regional en las matrículas de tráfico. Un ínfimo y simbólico detalle que el Gobierno niega porque siempre ha pensado que los símbolos llevan mucho material explosivo escondido. El mensaje es claro: somos los de siempre, no ha cambiado nada de fondo, sólo es una cuestión de consigna.

La literatura del cambio es también gloriosa: por ejemplo, para evitar cualquier referencia a la nación catalana se acude a un eufemismo propio del lenguaje convergente: "el fet català", lo que confirma que uno no se siente parte plena del establishment de un país hasta que asume sus más cursis expresiones. Lo cual podría abrir una reflexión sobre las dificultades de los catalanes en el establishment español. Para hacer más evidente la ceremonia de la confusión, en el documento neofundacional del PP catalán se puede leer: "Els catalans hem defensat la nostra identitat com a poble". A este paso resultará que en Cataluña no hubo nunca franquistas y que los pocos que lo fueron lo hicieron precisamente para defender la identidad de este pueblo. La ideología se construye casi siempre sobre la mentira y el olvido. Pero en esto los ideólogos del PP no son los primeros ni serán los últimos.

Con todo, lo más relevante políticamente es que el PP sienta la necesidad de declararse catalanista. Desde Convergència se ha tratado de minimizar el giro del PP, de establecer cierta jerarquía de la sentimentalidad -no es catalanista el que quiere, sino el que siente- y de denunciar el oportunismo. Es lógico que incordie a los nacionalistas catalanes la insistencia del PP en meterse en el campo de juego en el que se disputará la sucesión de Pujol. Realmente no es lo mismo repartirse la herencia entre dos que entre tres. Y ahora quizá Convergència i Unió añore al PP de Vidal-Quadras -que tan activamente ayudaron a defenestrar- que pisaba el terreno socialista sin tocar demasiado el espacio convergente. Pero la incomodidad coyuntural no tendría que hacer perder de vista a los dirigentes de Convergència que el giro del PP es un gran éxito del nacionalismo catalán. He escrito alguna vez que probablemente el mayor éxito que se habrá apuntado Pujol en su política lingüística habrá sido conseguir que el catalán adquiriera el valor de lengua de status. Y hasta tal punto lo ha conseguido que el PP, para asentar un buen filón de votos en la burguesía conservadora catalana, se ve obligado a hablar en catalán y de catalanismo. Las clases altas son muy sensibles a los signos del poder. Del mismo modo que la burguesía no dudó en asumir, en los años cuarenta, el castellano como lengua de distinción -porque el nuevo poder franquista así lo quería-, ahora el PP ha caído en la cuenta de que para seducirla es necesario coquetear con el catalán y con el catalanismo. ¿Hace 20 años podía Pujol imaginarse que un día ocurriría esta muda? Pujol ha conseguido que hasta la derecha española entre dentro de los límites con los que él ha roturado el país. Desde su punto de vista, tendría que vivirlo como un éxito. Sin embargo, la política nunca considera éxito lo que amenaza al propio poder.

Impresiona la capacidad del PP para silenciar sus disidencias. Ya el giro aznarista hacia el centro se hizo sin el menor rechinar de dientes en las rígidas mandíbulas de la derecha española de siempre. Aznar no tuvo siquiera que escenificar una dimisión, y el consiguiente retorno, como tuvo que hacer Felipe González para forzar la renuncia del PSOE al marxismo. Siempre se ha dicho que a la izquierda le pierde el ideologismo y a la derecha le gana el pragmatismo. Lo cierto es que el pluralismo en el PP no existe. No sólo la vieja derecha ultraconservadora y de raíz franquista ha quedado reducida a algún ronquido de Fraga para demostrar que todavía vive, sino que incluso los ardorosos liberales que arroparon a Aznar en Valladolid han quedado silenciados en el vasto mundo de la burocracia de Estado. Siguiendo el ejemplo, el PP catalán revoca la estrategia de Vidal-Quadras de actuar como voz de lo español en Cataluña sin ni siquiera una intervención del antiguo líder en el plenario que habría dado imagen de pluralismo y habría borrado cualquier sospecha de que Vidal-Quadras y los suyos han sido condenados a mazmorras. Pero la derecha prefiere siempre la obediencia a la exhibición de pluralismo. Había que cumplir la consigna y no se podía dejar ningún resquicio abierto a la discrepancia.

Cuando están en el poder o lo tienen cerca, todos los partidos se convierten en partidos a la búlgara. El imán del poder es capaz de enmudecer al más aguerrido. Pero, mirando a los demás, deberían aprender que nunca se sale inmune de estos desprecios por los mecanismos democráticos. Cuando el rumbo se tuerce y hay que renovar el partido, se echan de menos mecanismos adecuados y rodados para hacer el cambio. Y se tarda años en encontrar de nuevo el camino -cinco ha necesitado el PSOE, para poner un ejemplo bien conocido-. Un poco de democracia interna no hace daño. A la larga es útil. Y a la corta es un modo de predicar con el ejemplo. Porque el ciudadano forzosamente debe sentirse escéptico con aquellos que prescinden en su casa de las elementales normas democráticas y prefieren las unanimidades aunque sea a costa de prohibir la discrepancia en el pleno de su congreso y de limitar los movimientos de los periodistas. ¿Será que los que han teledirigido la muda del PP no estaban nada convencidos de que los militantes quisieran seguirles?

Los que no deberían tener dudas sobre la enorme diferencia que separa el neocatalanismo del PP del suyo son los nacionalistas, salvo que les haya entrado una crisis acerca de la utilidad de su fe como parece haberle ocurrido a Duran Lleida. El catalanismo que Piqué ha proyectado sobre el PP catalán es un catalanismo para Cataluña desde España, es decir, en clave nacional española, mientras que el nacionalismo catalán siempre ha sido una apuesta por Cataluña frente a (aunque sea en) España. Con lo cual la confusión parece difícil, tanto en las palabras como en las propuestas. Convergència i Unió quería el monopolio de todos los catalanismos, lo tuvo que compartir con la izquierda y ahora también quiere colarse la derecha. Ahí le duele.

Josep Ramoneda es periodista y filósofo.

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