Gracias, míster Lucas
LUIS MANUEL RUIZPara cuando llegué, había ya una turbia muchedumbre congregada alrededor de la verja; no veían nada, era imposible que viesen nada, pero se estrujaban contra los barrotes comiéndose con los ojos las balaustradas y los peristilos, repentinamente agitados por la voz de alarma de alguien que aseguraba haber vislumbrado una sombra familiar entre las torres con forma de minarete. Estaban los fanáticos de rigor, disfrazados con capuchas y guantes de escamas, blandiendo aparatosas armas de plástico con las que jaleaban a las siluetas que se movían en el interior, más allá de la valla. Pero la mayoría eran curiosos, y muchos, curiosos como yo, cobardes a los que un lejano amor inconfesable había llevado hasta el borde de la Plaza de España con la esperanza de entrever algo de la fábrica que nos había deslumbrado de niños. Ahora éramos gente corriente, indistintos ciudadanos travestidos de estudiantes, jóvenes funcionarios, parados: entonces, veinte años atrás, nos habíamos cruzado en las mismas salas de cine y en los mismos videoclubes, habíamos reconocido los cuadernos de clase de los otros por las pegatinas y los cromos, habíamos intercambiado pareceres en los recreos sobre naves espaciales y medido el valor de los héroes antes de salir a jugar con ellos en forma de maquetas y figuritas de plástico demasiado caras. Allí estábamos aquella mañana, hipnotizados frente a la extravagante arquitectura de la plaza, expresamente diseñada para una película del espacio o un parque temático, y nos mirábamos de hito en hito, reconociéndonos, buscándonos los unos a los otros para sentir menos vergüenza o desamparo, para admitir que el corazón se nos aceleraba y que aguardábamos con ansiedad la presencia de alguno de nuestros personajes favoritos, de esos seres sobrenaturales que no trastorna el paso del tiempo y que ocupan, como las ideas platónicas, un perpetuo sitial en nuestra memoria y nuestros sueños.
Tenía algo de hechizante, de destino cumplido, que Sevilla se convirtiera en aquella mañana de bochorno en capital de un reino fantástico perdido entre las galaxias, de un país imposible del que todos los niños crecidos reunidos frente a la verja habíamos sido súbditos. Muchos años atrás, nuestra imaginación se congestionaba al contacto con aquellos nombres impronunciables, con detalles de geografías disparatadas que acatábamos con mucha más convicción que las que figuraban en nuestros plúmbeos libros de texto. Antes de dormirme, yo trataba de imaginarme la situación real de esas capitales flotantes que acababa de ver en la pantalla, y entendía, luego de extraviarme entre las multitudes de nebulosas, espirales y cometas que las separaban de mi cama, que debían de hallarse demasiado lejos como para que los números las tocasen. De repente, con todos los demás, aquella mañana de sol rabioso en Sevilla comprobé que las galaxias caían al suelo y se mezclaban con los tubos de escape y las boñigas de los caballos, que la frase de Shakespeare debía escribirse a la inversa y que son los sueños los que están fabricados de la materia de nuestras vidas y no de otro modo. Naturalmente, no vimos nada, pero tampoco importó. Todo lo más hubiéramos querido que el hombre de la barba se aproximase a la verja para estrecharle la mano y confiarle, en nombre de todos nuestros recreos: gracias, míster Lucas.
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