Hambre
Hay temas que eludo porque a veces se deslizan de la mente a la conciencia y ahí pueden causar estragos. El regreso, aunque momentáneo, a la generosidad de los años jóvenes, es como dotar de un estallido de vida a un fósil. Todos somos producto de multitud de fósiles, pero dejémosles en sus insidiosos nichos so pena de que, volcanes inactivos, entren en erupción. El tiempo tiene de bueno que procura, a quienes procura, la asepsia sentimental. Pero nunca hay que bajar la guardia.En mis años jóvenes, y en este país, dejarse arrastrar por la indignación podía ser causa de que te molieran a palos, cuando no injurias peores. Me apresuro a decir que no fui de los muy mal parados en el reparto, gracias a la ortodoxia de algún miembro de la familia y a otro factor que me callo. Con todo, creí prudente emprendedor el éxodo, tanto más cuanto que soñaba en paraísos inexistentes. Han pasado muchos años y hoy casi todo es menos malo en este país, aunque no en el mundo. Del mundo nos llega el eco, aunque narcotizado por las montañas de información prostituida. Como si no bastara la machaconería. Llámenme más de tres veces lo mismo y no sabré qué me han llamado. Acuse al marido de adúltero la esposa engañada y tal vez le provoque un sincero arrepentimiento. Pero convierta su reproche en soniquete y el marido la volverá a engañar. Complicados son los vericuetos de la conciencia, pero siempre obedecen a una lógica interna.
Mucho, mucho han cambiado las cosas. Se habla tanto y tan mal del hambre en el mundo -por ejemplo-, que las hambrunas estarían mejor en las crónicas de sucesos. A muchos individuos esta noticia incluso les produce una cierta e inconfesada satisfacción. Así como se estimula el hambre del niño inapetente recordándole que otros niños no tienen nada que comer.
De modo que estamos comiendo cuando aparecen en la pantalla, la mirada perdida, esos caquéxicos niños africanos con los rostros cubiertos de moscas y acogidos a regazos con ubres tan resecas y fláccidas que sólo podrían dar alguna gota de sangre. Miembros que sólo son piel y hueso, caras que se apiñan en torno a la muerte. Y uno está devorando un bisté.
Por fortuna, a renglón seguido la publicidad nos devuelve el mundo real, el mundo que nos invita, con amoroso reproche, a reventar de salud y belleza con una leche, una crema, una loción. Parece mentira que aún no sepamos todos los efectos rejuvenecedores de las vitaminas A y E usadas como ungüento. En la vida real la muerte se oculta hasta donde es posible; y cuando no lo es, se reduce su importancia clínica. Un mero y natural tránsito a una vida todavía mejor que ésta. Hasta hace no muchos años, la vejez, aunque más visible que la muerte, (en los países ricos, se entiende) era algo que pasar como sobre ascuas. Pero el número de ancianos se ha hinchado de tal modo, que al eufemismo "tercera edad" ha habido que añadirle una subdivisión, la cuarta. Y como tan enorme contingente goza de pensiones héticas, pero no tan héticas como antaño, ahora es políticamente incorrecto hablar de vejez y más incorrecta toda sugerencia a la antesala de la muerte. No insultaré al lector extendiéndome en lo que ya sabe de sobra: el uso que de este filón de la vejez hacen políticos y mercaderes. Con el apoyo, dicho sea aunque no de paso, de una seudoizquierda que pretende enderezar el mercado al tiempo que cae ingenuamente en todas las trampas que éste le tiende. Y del ejercito de psicólogos del positive thinking, los modernos curanderos del alma.
Mi demagógico arrebato no me ha vulnerado desde una tierra de nadie. Me lo ha provocado Jean Ziegler, un sexagenario suizo, uno de esos hombres que mueren con las botas puestas. Uno romántico irredimible de los que uno no sabría decir si no aprenden con el tiempo o es que aprenden demasiado. Ziegler es relator especial de la comisión de Derechos Humanos de la ONU para elaborar un Derecho a la Alimentación. Suena pomposo e inútil, pero acaso no haya letra muerta, acaso toda letra hace surco, si bien muy muy a menudo en tierras áridas, de las que esperan lluvias milagrosas durante años y años. Nuestra Constitución otorga el derecho al trabajo y aunque sólo sea una expresión de buena voluntad, retrotraigamos el pensamiento al instante anterior al Big-Bang. He aquí, resumido en un ejemplo, hasta dónde puede llegar el hermoso idealismo de Jean Ziegler: "Cuando se envió alimentos a los refugiados de Ruanda... se alimentaba a los peores genocidas hutus. O ahora, cuando se envía ayuda alimentaria a Corea del Norte, casi la mitad se la quedan las fuerzas armadas del régimen... Pese al coste de esos envíos y aunque alguien robe el 90 por cientos de esas ayudas, si gracias a ellas hay un solo niño que puede vivir un solo días más, ¡adelante con ellas!".
Es cierto que Ziegler simplifica el problema del hambre. Acusar a las multinacionales americanas que en Chicago fijan el precio del grano con criterios económicos, y no meramente altruistas, es a todas luces demagógico. La maquinaria productiva americana no es una ONG ni puede serlo ni sería bueno para el mundo que lo fuera. El problema es mucho más complejo y toda crítica que no abarque esa complejidad está destinada al fracaso. El señor Ziegler es más un predicador y un cruzado que un hombre que desempeña un alto cargo en una organización política.
Pero por otra parte está el hecho cierto de que centenares de millones de personas mueren cada año de hambre en el mundo y que otras muchas quedan para siempre marcadas física y psicológicamente por la desnutrición. Y ahora no hay excusa. Según la FAO, la agricultura actual permite alimentar correctamente a 12.000 millones de seres humanos y somos poco más que la mitad de esa cifra. Lo cual no quiere decir que el incremento de la población puede seguir de forma indefinida, pero sí que se está en un buen momento para abordar de una vez por todas y en serio el terrible problema. Si en la breve historia de la Unión Europea miles de toneladas de mantequilla excedentarias han sido destruidas, algo marcha terriblemente mal. No creo que esto lo discuta nadie.
Termino con una nota biográfica y sentimental. Fui un niño hambriento y lo que más recuerdo de aquellos sombríos años de guerra y de posguerra es el rostro angustiado de mi madre, cuando no había en la despensa una mala patata ni carbón para el fuego. Y éramos cuatro hermanos. Un día mi madre huyó y yo tenía siete añitos y salí a buscarla y la encontré vagando, desesperación en su rostro, mirada húmeda. No he vivido un abrazo tan intenso ni nunca me he sentido mejor. Pero no quiero comparar. Nosotros, al menos, teníamos agua y un techo y escuela.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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