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Toros

Recién leída la Historia de la tauromaquia de Bartolomé Bennassar y por haber oído hablar tanto de José Tomás, fui a verlo torear al Puerto de Santa María. No sé si sería debido al largo tiempo transcurrido desde la última vez que asistí a una corrida o porque lo poco que he visto ha sido siempre en Sevilla, el caso es que me asombró la diferencia que ofrecía a mis recuerdos por la precisión de sus movimientos, por la seguridad que el torero transmitía al público seducido y sin apenas sensación de riesgo y la habilidad para sacar la máxima productividad del toro, sin perder el tiempo que dominaba desde el primer momento hasta el final, acertando tanto y tan apretado que los olés se confundían los unos con los otros y el público se levantaba para poder respirar porque la velocidad de lo que ocurría, sin sombra de duda ni vacilación visible, dejaba la emoción en suspenso, sin aire.Si el toreo me pareció diferente, también el ambiente de la plaza, con un tono familiar que no tiene la de Sevilla, en donde todo el mundo parece estar cómodo a pesar de la tenacidad rígida de las gradas; se sientan relajados, charlando con conocidos de más arriba o más abajo, comiendo pipas que ofrecen a su alrededor y cambiándose de sitio para compartir el apoyo de la espalda contra la pared. Resulta muy agradable.

La plaza de toros de la Maestranza tiene más pretensiones y es más solemne; no en vano es una plaza de primera y su feria taurina es la segunda en importancia, después de Las Ventas. Bennassar se pregunta por qué, siendo los carteles de las corridas similares, en Sevilla dan peor resultado que en Madrid, si acaso se debe al clima o al público más difícil de entusiasmar por sus gustos de "majestad en el temple y profundidad en los pases eternos que confunden al tiempo, el adorno".

Pero para el hispanista, lo distinto es Sevilla -otro planeta, la llama- y su concepto de fiesta, en donde las corridas no son lo más importante sino una conjunción, especial por contradictoria, entre la exhibición social y la intimidad, entre la plaza de La Maestranza, las mantillas, los enganches de caballos y los trajes de flamenca, y la intimidad familiar de la caseta, aunque sea multitudinaria. O sea, que Sevilla en sus fiestas lo quiere todo.

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