La defensa y la solidaridad europeas
Quizá sea la experiencia de un hombre que ha soportado cuarenta años de gobierno comunista y, antes de eso, la ocupación nazi. Quizá sea la experiencia de habitar en un país situado en el centro de Europa, un lugar que durante siglos ha sido una encrucijada de las corrientes espirituales, los intereses geopolíticos y los enfrentamientos de Europa. Quizá todos estos factores combinados me llevaron a la convicción de que Europa es una entidad política cuya seguridad es indivisible.La idea de que podrían existir permanentemente dos Europas -una democrática, estable, próspera e integrada; otra menos democrática, menos estable, menos próspera y aislada- es errónea. Es como si se calentase una parte de la habitación y la otra se mantuviese fría. Hay sólo una Europa, a pesar de su diversidad. Cualquier suceso importante tiene repercusiones en todo el continente.
Para que Europa sea una, para que la Unión Europea acepte las nuevas democracias poscomunistas -algo que interesa a todo el continente-, hay que emprender una serie de cometidos vitales, dentro de las nuevas democracias, y en las comunidades europea y atlántica. Para empezar, Europa debe promover la comunidad en los países poscomunistas y restaurar la sociedad civil.
Porque una sociedad viva no se puede reestructurar desde arriba. Por consiguiente, Europa debe ayudar a sus nuevas democracias a convertirse en parte orgánica de un compromiso continental compartido con la profundización y el desarrollo de la sociedad civil. Cuanto más diversas e interconectadas sean las estructuras cívicas europeas, mejor equipadas estarán las nuevas democracias para entrar a formar parte de la UE y más estables serán como Estados.
Para conseguirlo, Europa debe animar a las nuevas democracias a transferir diversas tareas de solidaridad a organismos autogobernados y organizaciones sin ánimo de lucro o de servicio público. Cuanto más descentralizado esté el nivel de redistribución, más transparente y económico será; y mejor satisfará las necesidades que las autoridades centrales no pueden discernir. La solidaridad social será más auténtica si está íntimamente ligada con personas concretas o con sus asociaciones.
La auténtica solidaridad entre personas, entre grupos sociales, asentamientos y regiones también es el entorno más seguro para aquellas formas de solidaridad que sólo los Estados pueden poner en práctica. Un capítulo amargo de la historia europea fue la política de apaciguamiento con la renuncia a la solidaridad europea que condujo a la capitulación de Múnich. Esta experiencia todavía constituye un importante llamamiento a la vigilancia. Es necesario enfrentarse al mal tan pronto como surge, pero no basta con que los Gobiernos actúen. Las políticas gubernamentales nacen de los sentimientos de la sociedad civil, del pueblo.
De hecho, la preocupación por la seguridad es una manifestación de solidaridad social. La UE está trabajando intensamente en el establecimiento de un nuevo concepto de su política de seguridad. Esta política debería estar marcada por una capacidad de decidir ágilmente y traducir en acción con rapidez las decisiones conjuntas; unas reformas que los recientes acontecimientos de Yugoslavia han demostrado que son necesarias.
La intervención de la OTAN el año pasado mostró que el respeto por la vida y la libertad humanas, y las consideraciones de seguridad paneuropea, pueden precisar de una intervención desde el exterior de las fronteras de la UE. Cuanto más fuerte sea el mandato para dicha acción, mejor. Desgraciadamente, puede haber situaciones en las que no se produzca el mandato de Naciones Unidas, aunque la intervención sea en interés de muchas personas; de toda Europa; de hecho, de toda la civilización. Hasta hace poco, Europa estaba mal preparada para esta alternativa. Ahora lo está más, al menos psicológicamente. Esta preparación psicológica debería utilizarse para avanzar en la preparación material y técnica de Europa.
Pero hay más que hacer en el campo de la seguridad preventiva, y para hacer que esa seguridad refleje los valores de la sociedad civil europea en general. En Kosovo, en Bosnia-Herzegovina, así como en otras partes de la antigua Yugoslavia, podrían haberse ahorrado decenas de miles de vidas humanas y un inmenso material si la comunidad internacional hubiese intervenido al principio del conflicto. A pesar de las advertencias acerca de los horrores inminentes, las medidas fueron tímidas. Aquellos fallos se derivaron de la consideración de diversos intereses nacionales particulares, así como de una falta de disposición a asumir riesgos por una buena causa.
De hecho, sin la energía estadounidense, la comunidad internacional todavía estaría contemplando los horrores de Kosovo. Europa no puede seguir dependiendo eternamente de Estados Unidos, especialmente con respecto a los problemas europeos. Debe ser capaz de acordar soluciones propias. Es impensable que la UE pueda mantenerse como una parte respetada del orden mundial si es incapaz de ponerse de acuerdo respecto a la forma de proteger los derechos humanos no sólo en su territorio, sino en zonas que algún día podrían unirse a ella.
Dicha ampliación de la UE sólo es imaginable si avanza de la mano de una clara reforma de sus instituciones. Confío en que de la conferencia intergubernamental sobre la reforma institucional saldrán propuestas viables para hacer avanzar la Unión. Pero considero que esto es el comienzo de un proceso que puede llevar décadas, y que debería estar guiado por un intento duradero de acelerar y hacer más transparente la toma de decisiones de la UE.
Una cuestión conectada con la reforma institucional es la de cómo dar a los países más pequeños la certidumbre de que su voto no se va a ver anulado por el mayor número de votos de los más grandes, y al mismo tiempo tener suficientemente en cuenta el tamaño de cada país. Una posibilidad aquí es establecer una segunda Cámara en el Parlamento Europeo, con parlamentarios no elegidos por voto directo, sino por los Parlamentos de los países miembros de entre sus filas. Así, la primera Cámara de la UE -es decir, su actual Parlamento- reflejaría el tamaño de cada uno de los Estados miembros; su segunda Cámara, con el mismo número de representantes de cada país, propiciaría la igualdad.
Antes o después, estos cambios exigirán que la UE posea una Constitución clara y comprensible; un texto que todos los niños europeos puedan aprender. Dicha Constitución necesita dos partes. La primera parte establecería los derechos y deberes de los ciudadanos, así como de los Estados europeos; los valores subyacentes de una Europa unida, y el significado y los objetivos de la integración. La segunda parte describiría las instituciones clave de la UE; sus principales competencias y las relaciones entre ellas. Dicha ley básica no significaría automáticamente una transformación de la actual Unión en el supraestado federal tan temido por los euroescépticos; sin embargo, ayudaría a los ciudadanos de una Europa que se está integrando a reconocer lo que significa la UE; a comprenderla mejor y a ver la conexión entre ella y la vida de cada uno, y, en consecuencia, a identificarse con ella.© Project Syndicate, 2000.
Václav Havel es presidente de la República Checa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.