De la transversalidad
El desencuentro prevacacional entre Eliseu Climent y Pere Mayor se saldó, entre otras cosas, con la repentina irrupción en nuestro léxico político del concepto de transversalidad, entendida como aquella idea, interés o motivación que no es privativa, como patrimonio ideológico o seña identitaria, de ningún grupo en particular sino que impregna, o puede llegar a hacerlo, a diversos colectivos, clases, capas y, por ende, a las organizaciones políticas. Climent defendió, como siempre, que la única posibilidad viable del valencianismo es precisamente su transversalidad, idea con la cual, como siempre, estoy de acuerdo frente a la arcaica, por lo gremial, concepción de Mayor que se arroga detentar el monopolio de la cosa. Aunque él mismo no dudó en recurrir, para potenciar ilusoriamente las perspectivas políticas del Bloc, a personajes de conocida trayectoria personalmente transversal, incluido algún frívolo chisgarabís, y entre todos condujeron nuevamente al valencianismo político a su enésimo desastre electoral. El Bloc, que paradójicamente rechaza la transversalidad pero sólo practicó en las pasadas elecciones una política intersticial, de intentar llenar los huecos que el socialismo en crisis dejaba abiertos, puede aspirar, si sigue las pautas de Beiras y el BNG, a merecer mejor fortuna, y así lo deseo, en un futuro. El lastre que para ello debe de desprenderse resulta obvio.Bienvenido, no obstante, sea el concepto de lo transversal, al que por lo socorrido de su uso, variopinto y polisémico, auguro un brillante futuro. Yo mismo prefiero el jamón con el tocino transversal, o sea, no el mazacote rojinegro y amojamado o, peor aún, rosáceo, con unos repelentes centímetros de blanca grasa en un lado, sino, como dirían en mi pueblo, entreverado. Generacionalmente también me gustan así los partidos políticos: entreverados, transversales. Ni gerontocracias ni efebocracias. Ninguna organización -ni siquiera el propio sistema democrático si debe ser perdurable- puede permitirse el lujo de jubilar periódica, regularmente y al unísono, ni a una ni a varias generaciones. La única garantía de renovación real, más allá de los oportunismos y oportunistas de turno, consiste en facilitar y conseguir la coexistencia de veinteañeros, cincuentones y octogenarios con todos los deciles o tramos intermedios y vigilando que el fluido vital en sus órganos directivos y cargos institucionales sea continuo. Lo contrario no es sino intentar saltos al vacío que, por lo general y mientras funcione la ley de la gravedad, sólo acaban en graves contusiones cuando no en descrismamientos irrecuperables. Natura non facit saltum. La política tampoco.
Pero en la búsqueda de lo transversal existe, en lo político, un riesgo evidente del que cabe vacunarse volviendo a las ya viejas aportaciones de Olson y Downs, con algun toque de Piore. En efecto, si un partido intenta construir, sin guías ni principios rectores irrenunciablemente propios, su programa y declara, como ya hemos visto y oído -en el ámbito que me es propio al aparentemente extinto Joan Romero, sin ir más lejos- que el programa electoral debe de construirse a base de las aportaciones de los diferentes sectores y colectivos, a guisa de ensalada niçoise en la que cada uno aporta algún ingrediente, se corre el riesgo de formar una plataforma política construida a partir de ofertas sectoriales a distintos grupos de electores con aspiraciones, habitualmente transversales, que pueden ser minoritarias en cada uno de ellos. Pero, Josep M. Colomer lo ha explicado con claridad, un conjunto de minorías, votando cada una por distintos temas preferentes y transversales -no hay por qué ignorar, por ejemplo, que muchos obreros pueden preferir una enseñanza privada, subvencionada y confesional- puede conseguir que una colección de minorías con preferencias intensas se convierta en mayoría electoral aunque sea incoherente y multidimensional. Y puesto que sabemos que los grupos minoritarios, en tanto que precisamente al ser minoritarios, ofrecen a sus miembros mayores incentivos en los logros personales y tienden por consiguiente a ser mucho más activos y eficaces -fenómenos como el tan magnificado de la contestación en Seattle o el contundente activismo electoral de los movimientos de gays y lesbianas, que merecen todo mi respeto y apoyo, se explican en parte por esto- el riesgo político de lo transversal también es evidente. Así es que, con cautela y a veces simpatía, ojo avizor en nombre del interés general.
Segundo Bru es catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.