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Melancolía por dos juristas FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

El mes de julio deparó dos graves pérdidas en el mundo jurídico de nuestro país: nos dejaron el notario Lluís Roca-Sastre y el profesor Albert Calsamiglia, dos grandes juristas, figuras de mucho peso entre nosotros, cada uno dentro de su respectiva especialidad.Roca-Sastre tuvo un gran maestro, que fue su propio padre, también notario y probablemente el especialista catalán en derecho privado más importante del siglo, bien retratado por Pla en uno de sus prodigiosos homenots. El derecho fue, por tanto, el medio en el que se crió Roca-Sastre hijo y las notarías, ya de pequeño, el ventanal a través del cual contemplaba las complejas relaciones entre la justicia y la sociedad. Con esta base, Lluís Roca fue un notario meticuloso, dotado de un muy notable sentido común -esa cualidad, a veces rara, pero imprescindible en un jurista- que ejercitaba a partir de los sólidos principios aprendidos desde su infancia. Consciente de su responsabilidad intelectual, la gran preocupación de sus últimos años fue poner al día la magna obra sobre derecho registral escrita hace muchos años por su padre, que -tras su revisión- ha quedado como una pieza básica en la materia dentro de la actual bibliografía española.

Pero Lluís Roca-Sastre, además de jurista, era hombre de cualidades humanas excepcionales. En primer lugar, resaltaban en él sus cualidades morales: era un hombre afable y campechano, en los antípodas del personaje vanidoso y distante, hombre bueno en el sentido más esencial del término. En su profesión, era extremadamente considerado en el trato con sus colaboradores, muy responsable en las delicadas cuestiones de su oficio y consejero sensato de sus clientes, muchos de ellos buenos amigos suyos. Pero, además, destacaba Roca-Sastre por su extremada sensibilidad artística, su pasión más auténtica. De la parte del derecho en que era un reputado experto hablaba con seguridad, pero del arte, principalmente de la pintura catalana de nuestro siglo, hablaba también con entusiasmo: su rostro se transformaba y su mirada parecía revelar alguna melancólica frustración compensada, muy probablemente, por el privilegio -que él apreciaba especialmente- de vivir y trabajar en la mágica atmósfera de La Pedrera, en el barcelonés paseo de Gràcia. Pero Roca-Sastre no nos ha dejado del todo: tras sí queda una sólida obra escrita y, especialmente, un recuerdo imborrable en quienes tuvimos el privilegio de conocerle y tratarle.

Albert Calsamiglia ejercía, dentro del mundo jurídico de nuestro país, una función muy distinta a la de Lluís Roca: era catedrático de Filosofía del Derecho, dedicado de manera absorbente a su función docente e investigadora. Ahora bien, si Roca era un jurista práctico que no olvidaba dejar constancia de sus conocimientos en doctos libros, Calsamiglia era un jurista que si bien ejercía una función meramente teórica, lo hacía desde el convencimiento de que el derecho es una ciencia que sólo se justifica por su dimensión práctica, por su utilidad para resolver problemas sociales. Si Roca no olvidaba la reflexión, Calsamiglia no olvidaba que la Filosofía del Derecho no es un método para conocer el mundo, sino que tiene como misión primordial situar al derecho en un status de ciencia práctica, encaminada a resolver conflictos sociales. Sus dos primeras obras, su clásica monografía sobre Kelsen y su Introducción a la ciencia jurídica, reflejan bien esta voluntad intelectual. Voluntad que plasmó, sobre todo, en su actividad universitaria.

Porque Calsamiglia ha sido, ante todo, un modelo de universitario. Concebía la Universidad como el ámbito más adecuado para la reflexión, la investigación y la docencia, y en ella volcó su vida. Durante algunos años -ya lejanos- compartimos el mismo grupo de estudiantes de la Universidad Autónoma, él enseñando Filosofía del Derecho y yo Derecho Constitucional. Allí fui testigo del minucioso rigor, la estructura lógica y el esfuerzo en el razonamiento que daba al contenido de sus clases y a la forma de impartirlas, de su constante autocrítica y de sus preocupaciones por rectificar en el año siguiente aquello que no creía ajustado a su ideal de enseñanza. Era la misma voluntad que imprimía a la investigación entendida como diálogo en grupo. Mas adelante, ya en la Pompeu Fabra, logró formar un numeroso grupo de colaboradores, bien conectado con otras universidades españolas y extranjeras, que es -y seguirá siendo, sin duda- un punto de referencia en la comunidad mundial de filósofos del derecho. Este grupo ha sido el mejor logro de Albert Calsamiglia; como se verá, el más fructífero y, por supuesto, su más legítimo orgullo.

Pocos días antes de morir con una serenidad ejemplar, salió de la imprenta su última obra, significativamente titulada Cuestiones de lealtad, el primero de sus libros que se separa de la teoría jurídica y entra en el campo de la filosofía política. En él encontramos su pensamiento último, en el que apela a la razón y a la responsabilidad de las personas en cuestiones tan debatidas como la corrupción política, el nacionalismo y la identidad cultural de los individuos, desde el punto de vista de un liberalismo moderado y pluralista, de raíz anglosajona. Es un libro de madurez, fruto de la reflexión de sus últimos años, con estancias en Oxford incluidas, que cierra una vida prematuramente arrebatada pero que ha dejado un poso indeleble.

Ha sido un estío agradable, el tiempo ha acompañado y el ocio y las amistades han sido, como siempre, los fieles acompañantes a nuestra cita anual. Para algunos, sin embargo, no ha sido un verano alegre, más bien ha sido un verano melancólico.

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