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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Todo mentira

Carmen Amaya fue una gitana nacida en la república ilegal del Somorrostro, a principios del siglo XX, cuando Cataluña, la noción de Cataluña, apenas estaba en la cabeza de cuatro vivarachos. En Somorrostro, barrio entre la Barceloneta y Pueblo Nuevo, nombre que hoy nada nombra, irrecuperable para la nomenklatura por la desagradable dureza de su eco, Carmen llevó de niña una vida completamente miserable. Por la mañana iba a buscar carbón en las estribaciones de Montjuïc. Luego bailaba hasta el amanecer en cuatro sórdidas casuchas a las que llamaban cafés cantantes. De haber tenido una noción más o menos cabal de Cataluña, habría pensado que Cataluña era la poli, los guardias que a veces interrumpían su danza en el Viña Rosa preguntando qué hacía la criaja bailando a esas horas y a los que era preciso untar para que no se la llevaran al reformatorio. Carmen Amaya era una gitana, una gitana solitaria y negruzca, acostumbrada a trabajar demasiado desde niña, que en cuanto tuvo la mínima oportunidad se largó de aquello que llamaban Cataluña y volvió dos veces, una para inaugurar una fuente que le habían alzado en homenaje y otra para morir.Ayer, muchos años después de su muerte, volvieron a homenajearla en su fuente del barrio marítimo, porque hoy, Carmen Amaya, es emblema del flamenco catalán y el XXVIII Congreso de Arte Flamenco, que se inaugura mañana en Barcelona y que tiene como tema el flamenco y Cataluña. Todo mentira, claro. El homenaje consistió en la limpieza de la fuente, que daba asco, y en la colocación de una placa titulada Espai Carmen Amaya en una hermosa planta del Centre Cívic de la Barceloneta, que funciona y sirve a los vecinos desde hace mucho tiempo y que ahora por fin ya tiene nombre, que falta le hacía. Durante la ceremonia, la señora concejala del distrito, Katy Carreras, dijo que por las circunstancias del país nadie hizo caso a Carmen Amaya en su momento y que ahora ellos reparaban la deuda. Es sorprendente. La concejal Carreras se refería al franquismo, pero su demagogia tenía, por las razones que voy a exponer, fundamentos muy inexactos. Uno: la concejal Carreras había mandado limpiar una fuente construida el año 1959 por iniciativa del periodista José María Massip, pagada por el Ayuntamiento franquista de Porcioles y esculpida por Rafael Solanic. Dos: la fuente incluye un simpático bajorrelieve de angelotes del mencionado escultor que necesita una urgente restauración desde hace tiempo. Tres: en veintiún años de democracia municipal, el Ayuntamiento barcelonés ha limpiado la fuente franquista y ha colocado una plaquita, Espai... etcétera, y eso es todo lo que ha hecho por Carmen Amaya. Ahora nosotros reparamos el olvido, dice más o menos la concejal.

Sin embargo, tanta inofensiva demagogia, tanta falsedad pinturera van bien al caso, porque Carmen Amaya, como empecé diciendo, no tuvo nunca otra identidad que la de su gitanería, otra geografía política que la del Somorrostro ni otro postrarse que no fuera ante su dibé, que es como en caló llaman a Dios. Pero va bien, sobre todo, porque caricaturiza uno de los equívocos esenciales en la relación entre Cataluña y el flamenco, o entre Andalucía y el flamenco, que vale lo mismo: el darle a esa música una misión identitaria, un rasgo de expresividad popular. El flamenco no ha sido nunca una música popular, sino la decantación artística, individual, hermética de muchas músicas populares. Sólo músicas menores, como la sardana, pueden ser la abrumadora expresión de un pueblo. Las músicas grandes son secas expresiones de los individuos, que contra la opinión popularísima, no son mero pueblo restado.

Las peculiares condiciones sociológicas y políticas de Cataluña y mucha de la gente que vive -o malvive- de esas condiciones insisten en la idea de convertir a Carmen Amaya en expresión y sentir de un pueblo, como si fuera una cualquiera. La operación sale barata: cada veinte años se limpia la fuente e incluso, algún día, puede que se restaure. Además, la bailaora es una leyenda abierta: ya viven muy pocos que la vieran actuar y el mejor -por no decir el único- testimonio filmado que queda de su baile es el emocionante crepúsculo de Los Tarantos. Por supuesto ninguna de las instituciones al cuidado cotidiano de nuestras identidades han facilitado nunca la elaboración de algún trabajo que permitiera saber, aproximadamente, quién fue Carmen Amaya y quiénes fueron los suyos. Eso sería ir del símbolo al signo y del mito al individuo. Un viaje demasiado largo para la Cataluña de hoy, convertida de esquina a esquina en pura propaganda.

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