Un día en el centro comercial XAVIER MORET
Los centros comerciales lo han conseguido: se han convertido en un simulacro tan perfecto de los tópicos más tópicos de la vida urbana que ya casi han logrado arrinconar a las calles y amenazan con convertir a las ciudades de verdad en una especie de parques temáticos sólo para turistas. Al fin y al cabo, piensa la especie en expansión de usuarios de centro comercial, ¿para qué aventurarse por las calles llenas de polvo, calor y coches cuando en el centro comercial se está más fresquito y lo tienes todo más a mano? No hay color. Y tampoco hay semáforos, por cierto. Ni coches. Ni polvo, ni... En resumen, que si quiere usted ser feliz, no se lo piense dos veces: acuda al centro comercial más próximo y no se mueva de él en todo el día. Yo hice la prueba el otro día y casi me muero de aburrimiento. Pero ésa, como dicen en Hollywood, es otra historia.Kevin Smith, ese sagaz director que sabe captar las nuevas tendencias -y creencias- de la juventud norteamericana (o sea, la mundial, que por desgracia todo llega), lo explicó muy bien en la película Mallrats. Smith nos habla en ella de las "ratas de centro comercial"; es decir, de esos jóvenes cuya mejor opción en la vida es la de pasear arriba y abajo del centro comercial. Las calles del pueblo, al fin y al cabo, han quedado para la tercera edad y para los turistas. La acción de verdad está ahora en el centro comercial. Y los multicines, y las tiendas que molan y... los amigos en los que reconocerse.
Mi labor investigadora -y ahora me pongo en plan Sondeo Demoscopia- se centró en el Centro Comercial de Sant Cugat, pero me temo que el resultado es extrapolable a todos los centros comerciales, parecidos como dos gotas de agua. Primera constatación: este país, como Estados Unidos, está lleno de "ratas de centro comercial". Se les reconoce de lejos: pasean de un lado a otro con las manos en los bolsillos, arrastrando los pies y con la mirada baja. Parecen aburridos, incluso muy aburridos, pero a su manera deben pasárselo bien. Al fin y al cabo, hacen lo mismo que sus mayores: ellos paseaban arriba y abajo por la calle Mayor, a la espera de que un azar en forma de pañuelo caído al suelo les permitiera cruzar unas palabras con la persona por la que suspiraban, y ellos lo hacen por ese sucedáneo de calle Mayor que es el centro comercial. Sin buenos modos, que es algo que ya no se lleva, y sin calor. De vez en cuando, esos jóvenes hacen una pausa para comer en un fast food de nombre norteamericano o entran en un cine con un vaso de coca-cola en una mano y una bolsa de palomitas en la otra. Y son felices. O lo parecen. Al fin y al cabo, han conseguido ser casi clónicos de esos adolescentes norteamericanos que les venden en las teleseries y en el cine.
Pero, no nos engañemos, no sólo los jóvenes ejercen de mallrats. Hay también ratas adultas que tienen el centro comercial como algo equiparable al cielo y lo pregonan paseando en chándal con un carro de supermercado lleno hasta los topes, para que todos se enteren de su poderío económico y, de paso, del papel higiénico que gastan.
Hace unos años me sorprendió el encendido elogio que una amiga de Nueva York hacía de los malls, que es como llaman en Estados Unidos a los centros comerciales. Lo sorprendente era que su elogio no se limitaba a la comodidad del shopping, sino que los encontraba un excelente centro para desarrollar la vida cotidiana. "Yo voy a hacer footing por el mall", argumentó como razón suprema. "¿Dónde estaré más segura y dónde pasaré menos frío? Cuando en invierno las calles están nevadas, en el mall encuentro el ambiente que me gusta". Pues lo que faltaba: los centros comerciales se ofrecen también como alternativa a la naturaleza. ¿Por qué correr entre un paisaje aburrido de árboles y verde cuando puedes hacerlo frente a los escaparates llenos de productos consumibles? No vi a nadie haciendo footing el otro día en Sant Cugat -más bien se estilaba el modelo cuarentón fondón de paso lento-, pero tranquilos, que todo llegará... El mall lo es todo en Estados Unidos, y me temo que ya empieza a serlo también aquí. En un principio, su utilidad era puramente comercial: allí estaban las tiendas y algún super, macro o hiper donde valía la pena comprar por sus precios "imbatibles". Con el tiempo, la trampa se ha ampliado. Han creado un bulevar aséptico, con palmeras de plástico, luz cenital, unos cuantos bancos y tiendas de diseño y la gente ha picado hasta el punto de creerse que este simulacro es "la vida en directo".
El fenómeno es universal. Lo que se lleva ahora es el mall. Este mismo verano, en Minsk, capital de Bielorrusia (país nada sospechoso de tener una larga tradición de consumismo demencial), pude comprobar que el mito -¿o es el timo?- del mall ha llegado también a los países del Este. La variante Minsk, sin embargo, tiene una peculiaridad muy especial: hay que pagar para entrar en el centro comercial. Hay una mesita en la entrada y un señor con gorra que te vende un billete. ¿A qué da derecho? Pues nada menos que a pasear por el centro comercial y a contemplar de cerca los escaparates. Hay que ver lo que han aprendido los del realismo socialista... Aquí no se les ocurrió una maniobra tan primaria. Son más retorcidos, más sutiles. La entrada y el aparcamiento son gratis, pero es en el interior donde hay que avanzar a golpe de Visa. A menos que uno se resigne a ser una "rata de centro comercial", modelo adolescente del tipo fucking life, y se dedique a arrastrar los pies con resignación arriba y abajo del centro comercial. Es la vida... O casi.
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