Un final plausible PEDRO ZARRALUKI
La otra mañana, expulsado de mi casa por el calor, me encontraba sentado en una terraza de la plaza del Pi cuando vi aparecer a una muchacha muy atractiva. En la mesa contigua a la mía había tres jóvenes italianos que enmudecieron nada más advertir su presencia. Comprendí que no era el suyo un respetuoso silencio admirativo, sino que esperaban aviesamente a que la muchacha pasara por delante de la terraza. Cuando lo hizo estallaron en aplausos. Uno de ellos gritó: "Bravo, bravissimo!" La chica les miró desinteresada y, tras un instante de duda, saludó con un agradecido gesto de la cabeza.Me acordé entonces de un amigo que lleva viviendo 15 años con la misma mujer y que no desaprovecha ocasión de explicar cómo logró seducirla: invitado a una fiesta en la que no conocía a nadie, se acercó a un corrillo de gente a escuchar la conversación. Se hablaba de la música apropiada para el momento de acostarse. Una rubia muy tímida dijo que ella se metía en la cama cada noche con Billie Holiday; un tipo aquejado de estrabismo aseguró hacerlo con las Variaciones Goldberg, de Bach; finalmente, una pelirroja explosiva -la que acabaría convirtiéndose en mujer de mi amigo-, tras defender la idoneidad onírica de Gustav Mahler, se volvió hacia el recién llegado y le preguntó qué ponía él en su tocadiscos. Mi amigo, tan ignorante en temas musicales que, para él, un melómano era alguien que padecía algún tipo de dolencia cancerosa, abrió mucho los ojos. Sin pensárselo demasiado, contestó: "Aplausos". A la pelirroja le dio un ataque de risa y, dos meses después, emprendían juntos un viaje iniciático por la India.
Sentado en la plaza del Pi, vi alejarse a la atractiva muchacha seguida por los tres italianos y pensé que, después de todo, el aplauso podía ser un tema interesante. Como estaba cerca de la Biblioteca de Catalunya, me encaminé hacia allí dispuesto a recabar información. Resultó ser una gran idea. Los gruesos muros de la biblioteca, casi vacía, creaban en su interior un microclima otoñal. Se estaba tan bien allí que las trabajadoras del centro se mostraban todas de un estupendo humor, como nativas de una olvidada isla paradisíaca. De hecho, tuve la impresión de que bailaban extrañas y alegres danzas cuando yo les daba la espalda.
En dos horas aprendí mucho sobre el aplauso. Entre otras cosas, que 'aplaudir' proviene del término latino appláudere, lo que me llevó a suponer que los romanos ya daban entusiastas palmadas cuando saltaban los leones a escena. Serían los franceses, mucho tiempo después, los que sofisticaran y pervirtieran esa sana costumbre con la invención de la claque. En 1820 ya existía en París una Sociedad de Seguros de éxitos dramáticos. Los miembros de esta sociedad se especializaban en conseguir diversos efectos: los connaisseurs afirmaban su beneplácito con murmullos complacientes; los rieurs y los pleureurs contagiaban la risa o el llanto; los chauffeurs, en fin, alababan en voz alta la obra ante los carteles anunciadores o en los cafés.
Y, a pesar de todo, aquella mañana en la que, sentado en un rincón de la solitaria biblioteca, consultaba diccionarios mientras intentaba en vano sorprender a las empleadas del centro en sus misteriosas danzas de felicidad, sospeché que había algo que se me escapaba. Por detrás del anecdotario en torno al aplauso tenía que esconderse un pozo secreto que diera a la palabra su turbulenta profundidad. Algo así como una ampliación hermética de su significado más evidente. Acabaría encontrando aquel pozo gracias a Joan Corominas: la palabra aplauso tuvo por estas tierras una acepción mucho más antigua y sutil que la de dar golpes con las palmas. Conllevaba la idea genérica de satisfacción o de complacencia ante algo. Y ahí -¡oh, sorpresa!- aparecían de nuevo mi ignorante amigo y su amada pelirroja. Lo hacían en un romance que nos proponía como ejemplo el gran investigador de la lengua: "...paraula de casament / luego ens donàvem... / quinz'anys havem viscut junts, / vivíam ab gran aplauso".
Salí de la biblioteca envidiando profundamente a mi amigo y a su mujer, a la muchacha atractiva de la plaza del Pi y a su cohorte de admiradores italianos, a las bibliotecarias, que sin duda batirían palmas en sus secretas danzas hedonistas. Todos ellos, de una forma o de otra, vivían en gran aplauso. Yo, en cambio, sólo había encontrado para mi propio uso una súplica o disculpa de escritores que ya utilizara el gran Quevedo: "Lector, si no aplaudes al buen entendimiento, aplaude a la buena voluntad".
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