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Tribuna:Área libreFotos de la memoria
Tribuna
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Frank Gehry Vicente Verdú

Cuando conocí a Frank Gehry no había concluido todavía el proyecto para el Guggenheim de Bilbao. Venía del oftalmólogo con las pupilas muy dilatadas por las gotas de un colirio ciclopéjico que le habían administrado para examinarle el fondo del ojo. Dice que veía moscas y telarañas desde años atrás y se le habían acentuado esas molestias durante el verano anterior. Ahora, el diagnóstico era que se le habían resquebrajado las impregnaciones de la retina o que se le habían depositado unos detritus en el vítreo, como efecto de la edad. Tenía entonces 63 años y desde algunos años antes, desde que había recibido el Premio Pritzker en 1988, hacía esfuerzos por ajustar su identidad a la resonancia mundial que había adquirido su nombre. Sus éxitos desde finales de los ochenta habían sido tan numerosos y decisivos que murmuraba:-Mi familia está asustada.

Él también estaba en parte asustado en vista de la incontrolable trascendencia profesional de sus edificios y la formidable solicitud política y económica que le rodeaba. Me decía:

-A mí me salva ser ya una persona mayor y no contar con la elasticidad suficiente para reaccionar a mis nuevos resultados. Me ayuda, en fin, no segregar ya bastante adrenalina. De lo contrario, estos años habría enloquecido o me habría intoxicado.

El éxito de su vida profesional, desde los comienzos, treinta y tantos años antes, se manifestaba en el contraste que emitía la proximidad de su casa particular, construida en los sesenta, y su enorme estudio con casi cien arquitectos. Su casa, una especie de desencajado gallinero con sus telas metálicas y sus marcos de pino, fue un signo de orgullo pobre ante el vecindario burgués de Santa Mónica. Su lugar de trabajo, en cambio, es hoy una larga nave granate integrada en las prósperas apariencias de la alta tecnología de California. Entre uno y otro domicilio ha mediado no sólo un tiempo de trabajo brillante, sino, también, un afortunado azar. Más que ir persiguiendo una forma para distinguirse, Gehry topó causalmente, a través de su afición por la escultura, con la forma del pez. Había presentado la figura de un pez a una exposición de Turín y un prestigioso crítico de arte italiano le dijo entonces que había logrado esculpir el movimiento. Luego, él se hartó de proclamar, siguiendo al crítico, que la arquitectura contemporánea debía ser "movimiento".

La arquitectura del estilo internacional era lineal, incolora, austera y estática. La arquitectura del posmodernismo era promiscua, supercromática, irónica, despilfarradora. En una tercera opción él extrajo del pez, despiezado, los trozos de lomo, los cogotes de merluza, las aperturas radiantes de las branquias, los deslizamientos plateados de la cola. El pez es también el modelo de su aportación en la Villa Olímpica de Barcelona y de los sucesivos edificios que han jalonado la edificación del Guggenheim, antes y después. Su estudio, su hogar, sus medallas, su pensamiento, se han poblado de peces a lo largo de la década más festiva y caudalosa de su carrera. Calatrava se empeñó en los pelados esqueletos de las ballenas, pero Gehry ha basado su inesperado triunfo en la revestida ondulación de las carnes. Saciado con tanta ictiología, acosado por las múltiples visiones del mismo arquetipo, desasosegado, en fin, por los planos alabeados con los que había ensayado, decía a finales de 1998:

-He llegado ya a cansarme de experimentar con estas formas y ya no tengo nada que ver con esa clase de obras. Ahora desearía construir con una mayor sencillez.

Pero ahora no se lo permiten. Los Gobiernos, los Ayuntamientos, las fundaciones, los clientes, reclaman un Gehry que recuerde a la voluptuosa pescadería metálica del Guggenheim. Condenan ahora al viejo arquitecto de Toronto, que empezó creando un gallinero, a un obligado e invariable menú de pescado.

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