La primera vez
El día que ETA asesinaba en Tolosa a Juan María Jáuregui yo estaba en Sallent de Gállego disfrutando del Pirineo (se lo conté en una de estas columnas). Había fiesta en Sallent y la muerte quedaba muy lejos, tanto que nada ocurrió en la hermosa localidad altoaragonesa: la vida continuó ajena a la tragedia que golpeaba en Guipúzcoa. El día que ETA asesinaba en Sallent de Gállego a Irene Fernández y a José Angel de Jesús yo estaba en Ávila impartiendo un curso sobre la crisis del trabajo. Esta vez fue en Ávila donde nada ocurrió: Sallent quedaba muy lejos. Escribía Labordeta tras el atentado de Sallent un artículo que empezaba así: "ETA ha vuelto a asesinar y esta vez ya no valen declaraciones ni comunicados ni otras zarandajas que a ellos, a los asesinos y a su cohorte, los llena de orgullo. Esta vez creo que ha llegado la hora de tomar posiciones valientes frente a estos asesinatos sin sentido que lo único que consiguen es producir dolor y desolación para las personas que, de una u otra manera, sentimos la muerte de las víctimas como algo que nos quita y arrebata nuestra propia vida y, sobre todo, nues-tra propia libertad". ¿Porqué "esta vez" y no antes? ¿Acaso porque sólo esta vez se ha sentido como propia la muerte de las víctimas?Se han hecho todo tipo de comentarios despectivos a raíz de las palabras del diputado general de Gipuzkoa tras el asesinato de José María Korta, cuando Román Sudupe afirmó indignado y dolorido que ETA había asesinado a un abertzale, a "uno de los nuestros". Incluso ha sido acusado de xenófobo por su reacción. También se han hecho juicios negativos, chistes incluso, a propósito de la experiencia sufrida por la madre de Iñaki Anasagasti, cuando un grupo de kale-bortxatzaileak incendió el autobús en que viajaba, y sobre la supuesta relación existente entre estos hechos y el artículo que el portavoz del PNV publicara denunciando el Acuerdo de Lizarra. Aún si fuera cierto -que no lo es, particularmente en el caso de Román Sudupe, permanentemente movilizado durante aquellos terribles días de 1996 y 1997, con Aldaia, Ortega Lara y Delclaux secuestrados- que ambos hubiesen sentido tales hechos (la muerte de un amigo, el miedo de una madre) como la gota que colma su particular vaso, tal cosa no justificaría de ninguna manera el menosprecio o la burla. Todos hemos tenido nuestra primera vez. También las víctimas de la violencia. Especialmente éstas. Para todas, para todos, ha habido una primera vez, una ocasión en la que la violencia se ha convertido en una cuestión personal y, casi siempre, tal ocasión ha sido el atentado contra alguien de los nuestros. Es probable que todos tengamos alguna vez la tentación de creer eso de que "cuando yo nací empezó el mundo", pero nos equivocamos: todos hemos sentido un día que esta víctima concreta era nuestra y ha sido ese el detonante de nuestra reacción. Y el hecho de estar un poco antes en la cola no da ni quita mérito.
Por mi parte, yo empecé en esto de rechazar públicamente la violencia en 1979. Por aquel entonces la cola era extremadamente corta, pero con estas líneas no pretendo quitar valor a quienes se han ido incorporando con el paso del tiempo a esta tarea, al contrario: todos somos recién llegados a esta historia, todos igualmente bienvenidos. Todos hemos llegado tarde a esta tragedia: más o menos tarde, pero tarde. Nunca es pronto para decir basta; si hay que decirlo ya es tarde. También pretendo, lo confieso, empezar a soltar poco a poco una cierta amargura y así evitar que explote de golpe. La amargura de ver cómo cada día se está escribiendo una historia de la movilización social contra la violencia que no coincide en absoluto con mi experiencia.
La amargura de ver cómo el único colectivo social que se formó tempranamente a partir de la convicción de que todas las muertes debían ser denunciadas como propias está siendo ninguneado en medio de un alboroto de convocatorias y llamamientos. Y la amargura de comprobar que hay algunos tan estúpidos como para pensar que sólo a los otros les preocupan los suyos.
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