Roedores
MARTÍ DOMÍNGUEZHace unos dias, un amigo ha descubierto ratones en su domicilio de Valencia. El ratón es el "okupa" más pequeño, y quizá también más irreductible, de todos los vertebrados. En realidad, Tom y Jerry no son más que una trasposición animada de su naturaleza: el ratón es un animal acostumbrado a resistir heroicamente los embates exterminadores de los humanos desde su trinchera. Dice mi amigo que para saber si la actividad roedora persiste en su casa, una empresa de desratización le ha recomendado poner harina en los sitios por donde estos animalitos puedan pasar, de tal manera que las huellas queden marcadas. Mi amigo se ha convertido de este modo en un improvisado Sherlock Holmes estival, que inspecciona cada marca con avidez y precaución, y que intenta atribuir a cada huella una idenficación zoológica. ¡Porque, Santo Cielo, cuánta diversidad biológica se oculta en un domicilio! También ha puesto cepos, en los cuales han caído ya, para su consternación, varios incautos. Las trampas pueden ser las de toda la vida, donde un trocito de queso acciona un precario dispositivo que destroza al ratón, y unos nuevos cepos adhesivos, donde la víctima queda patéticamente pegada dando unos grititos escalofriantes. En ambos casos el contacto con el intruso es tan inevitable como sobrecogedor. Y he aquí el drama: acostumbrados a una vida tecnológica y totalmente aséptica, esa necesidad rodenticida de verse las caras resulta profundamente desagradable. Porque se te rompe el corazón cada vez que descubres a un ratoncillo en el cepo. "¡No hay Dios! ¡Esta es la prueba! -dice mi amigo en su desesperación y agotamiento-. ¡Tenerme aquí exterminando ratones cuando podría estar en la playa!". Sin duda, es un argumento a tomar en consideración.
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