Howard Simon Vicente Verdú
La principal frustración de Howard Simon era que no se le conociera públicamente en su país. Había desencadenado la investigación del caso Watergate desde que, a las cuatro de la mañana, mientras dormía, recibió una llamada de la sección local de su periódico. Quien le llamaba era Bob Woodward y quien le acompañó enseguida en aquellas indagaciones fue Carl Bernstein. En ese momento nadie conocía a ninguno de los tres periodistas de The Washington Post pero pronto Bernstein y Woodward se convirtieron en estrellas y vendían sus libros por cientos de miles de ejemplares. En el cine, Alan Pakula realizó Todos los hombres del presidente con Dustin Hoffman y Robert Redford representando a esos famosos reporteros, pero tampoco en la película apareció el redactor jefe que era Howard Simon. A mi me contó él que Pakula se excusó evocando las reglas de una narración donde, para alcanzar el dramatismo, no se podía distraer la atención multiplicando el número de los héroes. Katherine Graham, la propietaria, promovió un homenaje a Howard Simon pero ahí, dentro de un alcance semiprivado, quedó confinada su gloria.Cuando yo le conocí acababa de cumplir 65 años y habían transcurrido 12 desde el estallido del Watergate. Estábamos juntos en la Fundación Nieman, en el número uno de Francis Street, en la Universidad de Harvard. Él era el recién nombrado curator de la Fundación y yo un despistado becario que le asaltaba a preguntas con mi destartalado inglés de adulto. Más de una vez no pude resistirme y desviaba la atención hacia algunos de los papeles de su mesa, pero fue tan bondadoso que me llevó incluso a comer, especialmente langosta de la bahía, que servían en numerosos restaurantes de Cambridge. Fue durante un almuerzo que me confesó su pesar por haber pasado al cuarto trastero de la Historia cuando había estado tan cerca de conquistar la celebridad en un país sensacionalista.
Él pensaba desquitarse, sin embargo. Se había trazado un plan junto a un veterano compañero periodista, retirado en Fort Lauden, Florida. La estrategia consistía en hacerse famosos a través de un bestseller policiaco programado en dos fases. La primera fase consistía en redactar una obra no muy compleja pero de alicientes tópicos para el gran público que les aportara unos 100.000 lectores. Después, una vez conocidos por esa masa crítica, lanzar el segundo libro, mucho más osado e intenso, con el objetivo de multiplicar por diez o más las ventas.
Las dos entregas se irían redactando de la siguiente manera: Howard Simon enviaría notas, pequeñas historias, relatos de sucesos reales, anécdotas, conocimientos de carácter político y policial, obtenidos a lo largo de sus más de 40 años de profesión. Su amigo, mejor escritor y veterano reportero, ensamblaría el material y le daría la conveniente forma de una novela. Esta manera de proceder, practicada por otros dúos de escritores norteamericanos, ofrecía la ventaja agregada, según había ensayado, de avanzar con mucha mayor rapidez.
Los dos se sentían urgidos por el deseo de alcanzar la notoriedad que se les debía. Los dos habían asistido al triunfo de otros colegas con menos méritos que en la actualidad eran famosos y ricos gracias a haber apostado con decisión en una tesitura feliz. Ambos eran dos norteamericanos puros que creían ciegamente en su país como en la tierra de las grandes oportunidades para los audaces. Sólo les había faltado la suerte y ahora, más curtidos y sabios, iban directamente a por ella. En diez meses exactos culminaron el primer libro y consiguieron prácticamente el primer objetivo que se habían trazado. Cuando, animados, empezaron a trabajar en su segunda novela policiaca, Howard Simon recibió el diagnóstico de un cáncer de pulmón. Vivió, con todo, algunos meses más que su amigo, a quien asesinaron unos traficantes.
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