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La lidiaFERIA DE BILBAO

De tercera división

Llegaron a la feria los toreros del segundo nivel y dejaron claro que su puesto no es ese sino la tercera división. Los toreros del segundo nivel son -vamos al decir- los que están a punto de alcanzar la categoría de figuras, o lo pretenden y sobre esa base los contratan. No es que vayan por el mundo huérfanos y desasistidos sino que les apoyan gentes bien metidas en el negocio, algunas de ellas con mando en el mundillo empresarial. Son los casos de Eugenio de Mora y Miguel Abellán, en tanto que a Dávila le respalda el apellido; al segundo nos queremos referir, que es Miura, y esa casa mueve asimismo hilos en el concierto taurino.

Tampoco se trata de que los echen a los leones; de que les hagan ganarse el puesto de figuras al que aspiran demostrando sus cualidades técnicas y sus consistencias anímicas con corridas de toros que tienen fama de duras; aquellas cuyos ejemplares sacaban poder, peleaban fieros, vendían caras sus vidas y por menos de un kikirikí le pegaban una cornada en la ingle al más farruco. Antes al contrario, les ponen delante lo que les haga mejor acomodo; lo dócil y feble; el ganado facilón que aúne las socorridas fuerzas justas, la casta aguada, la agresividad nula, la plena domestiquez.

Torrealta / Dávila, Mora, Abellán

Toros de Torrealta, bien presentados, 1º y 6º inválidos, 3º manso, resto cumplieron en varas; dieron juego en general. Dávila Miura: media y cuatro descabellos (aplausos y saluda); pinchazo, estocada tendida -aviso con retraso- y tres descabellos (ovación y salida al tercio). Eugenio de Mora: estocada trasera (aplausos y salida al tercio); estocada caída (pitos). Miguel Abellán: cinco pinchazos, media estocada caída perdiendo la muleta y rueda de peones (bronca); pinchazo hondo, rueda de peones, seis descabellos -aviso- y siete descabellos más (silencio). Plaza de Vista Alegre, 25 de agosto. 7ª corrida de feria. Tres cuartos de entrada.

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Público blandorro

Y ni aún así fueron capaces de dar color a sus aspiraciones, incluso de justificar las razones por las que ocupan un puesto del segundo nivel. Dávila Miura, Eugenio de Mora y Miguel Abellán, le pegaron una paliza de aburrimiento al inocente público bilbaíno, sumieron en el descrédito al arte de torear, y se quedaron tan anchos.

Parecían salidos de la escuela de adefesio los tres. No se puede hacer toreo más tosco y destemplado, más monótono y desastroso. Dávila Miura con sus aposturas medio tremendistas, era incapaz de templar los pases; Eugenio de Mora prodigaba los enganchones; Miguel Abellán perdió los papeles con el tercer toro, al que trapaceó desbordado, y toreó por los cuatro puntos cardinales del redondel al sexto abusando del pico y sumido en las destemplanzas, para acabar dando un sainete con el descabello.

Y no se crea que el público bilbaíno les reprochó nada. Bueno, abroncó una vez a Miguel Abellán, pitó un poco a Mora otra. Pero en realidad se pasó la tarde aplaudiéndolos a ambos, y a Dávila Miura también, naturalmente. Y pidiendo música.

La música le priva al público bilbaíno. Apenas un torero apunta los primeros compases de su faena ya está pidiendo música -a este ritmo: "¡Mú-si-ca!"- con acompañamiento sincopado de palmas que subrayan cada sílaba.

La petición de música del público bilbaíno constituye todo un espectáculo pues, bien formado y fortachón que es por naturaleza, posee unas manos como tabiques y cada palmada que da produce el estruendo propio de una tormenta en el Trópico. Luego, cuando la banda ataca una de las escogidas piezas de su variado repertorio es una gozada por la belleza interpretativa de la composición, tocada con tanto entusiasmo que pueden oírla por todo el Gran Bilbao.

En Bilbao la banda sólo toca si se lo ordena el presidente y la señal convenida es sacar un pañuelo blanco. El presidente suele ser generoso en cuestión de músicas y provoca situaciones surrealistas como las de esta corrida, con unos toreros abajo pegando trapazos mientras arriba la banda proclamaba un triunfalismo de gloria bendita expandiendo a los espacios siderales los castizos compases de Pepita Creus y olé.

Los toreros, entonces, aprovechaban para marcarse, entre mantazos, unos desplantes chulescos que no se habría atrevido a hacer ni el mismísimo Manolete en sus más celebradas tardes. Resultaba ridículo, pero a lo mejor les servía para disimular la magnitud de su fracaso y no sentir la necesidad de reconocer que son toreros del montón.

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