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África, desesperadamente

Emilio Menéndez del Valle

Hay quien piensa que África tiene una imagen mediática infernal, que sus males resultan excesivamente exagerados por el tratamiento que reciben en los medios de comunicación y que una parte sustancial de África funciona. No opino lo mismo. Creo que esto último puede reducirse a algún país del África francófona y a otros como Uganda o Mozambique y, parcialmente, a Suráfrica, que, ciertamente, es uno de los Estados más importantes del continente. Frecuentemente se cita a Botsuana, vecina de Suráfrica, como un caso relevante (success story) porque crece al 9%, apenas tiene deuda internacional y posee diamantes, aparte de ser uno de los países menos corruptos (ltalia y Japón lo son más). No se menciona tanto, sin embargo, que tiene sólo millón y medio de habitantes -la mayoría de ellos pertenecientes a la misma tribu y con el mismo idioma, caso insólito en los Estados africanos-, que los diamantes (que le ocasionan una estricta dependencia exterior) se acabarán en 30 años y que el país es el más afectado por el sida entre todos los del planeta. En concreto, la ONU sostiene que dos tercios de los quinceañeros de la escasa población botsuana morirá de esa enfermedad. Hay que imaginar no sólo (lo que ya es mucho) la atroz pérdida de vidas humanas, sino también el desmembramiento del tejido económico y social.Cierto es que no se puede dar una explicación común que sirva para todos los problemas de África y que éstos a veces varían considerablemente de país a país, pero, lamentablemente, los males son bien visibles. Distinto es que se sea más o menos pesimista con respecto a las soluciones y el tiempo requeridos para poner coto a los mismos.

En lo que se refiere a la imagen trasladada por los medios a la opinión pública, opino que lo perverso de la situacián consiste en que se sirven de lo que podríamos denominar tratamiento de choque. Es decir, se ocupan intensivamente de la catástrofe -bien sea ésta hambruna/sequía (Etiopía), inundaciones (Mozambique), guerra civil interétnica (Ruanda), guerra internacional (Congo), pandemia (sida, incluida la conferencia mundial de julio 2000 en Durban) a flagrantes casos de corrupción- para no volver a hacerlo durante largo tiempo.

Y, sin embargo, el desastre, el pandemonium, no sólo persiste, sino que se agrava. Por más que en algunos países determinadas inversiones extranjeras hayan resultado rentables, unicamente el 1,5% del total de las mundiales van destinadas al África subsahariana, lo mismo que recibe solo Singapur, al tiempo que el comercio mundial con África ha descendido en pocos años del 6% al 2%, descenso también sufrido en el área de la ayuda al desarrollo. Cabe mencionar que 400 millones de africanos aportan un escasísimo porcentaje del producto interior bruto mundial y que el total de la producción de la cincuentena de los Estados subsaharianos apenas supera la de Bélgica. Estados que en 1999 crecieron un promedio del 2,5% cuando necesitarían hacerlo durante 15 años al 7% para lograr un entorno adecuado que propicie un desarrollo sostenible. No es, pues, extraño que 20.000 profesionales -que no solamente están sometidos cotidianamente a infernales imágenes mediáticas, sino que además viven en su propia carne la realidad que éstas transmiten- abandonen anualmente el continente en busca de mejores horizontes.

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Ellos sí tienen claro que África se halla desde hace tiempo en una decadencia hasta ahora imparable, que, en su conjunto, la ha retrotraído a la época colonial. Piénsese, por ejemplo, en Mozambique, en donde la renta per cápita, que en 1950 era de unos mil dólares, estaba en 1990 en 850. Las causas y los causantes, los factores de la pavorosa situación africana de hoy son diversos. Los hay internos, como la corrupción, mala gestión, desorganización social y política (ésta, en gran parte originada por el desquiciamiento colonial), desenfrenada ansia de poder personal. Pero también externos. Durante la guerra fría, Reagan dedicaba al sátrapa zaireño Mobutu el epíteto de "voz del buen sentido y de la buena voluntad", al tiempo que Margaret Thatcher elogiaba el régimen racista del apartheid y describía al Congreso Nacional Africano de Mandela como "organización terrorista típica". Por su parte, las políticas impulsadas durante largos años por instituciones como el Banco Mundial o el FMI (recientemente criticadas por ellos mismos), apropiadas para economías más sofisticadas, endeudaron, crearon dependencia y obstaculizaron un desarrollo sostenible. Y qué decir del papel de Francia en Ruanda, que pudo haber detenido el genocidio antes de que empezara. O del de Estados Unidos, que, a causa de su mala experiencia en Somalia, bloqueó en el Consejo de Seguridad de la ONU una fuerza de intervención eficaz que impidiera las matanzas.

¿Cómo es posible que no volviéramos a acordarnos de Somalia hasta que se produjo Ruanda? Que olvidáramos a ésta hasta que la sequía y la guerra destrozaron a Etiopía y a Eritrea. Que ahora hayamos hablando de África porque se ha celebrado en Durban una importante conferencia sobre el sida. ¿Y mañana? Aparte de una acción seria, coordinada y eficaz de los ricos y desarrollados para ayudar a quienes se encuentran crecientemente en vías de subdesarrollo, hay que hallar una fórmula para que la denominada imagen mediática infernal nos recuerde cada día la existencia real del averno subsahariano, del cual, por cierto, proceden muchos de los condenados de la Tierra que, en patera y ya casi también a diario, desembarcan en Andalucía o en Canarias.

Emilio Menéndez del Valle es eurodiputado socialista.

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