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Los ancianos y su cadena

Andrés Ortega

En agosto, en los barrios acomodados de Madrid, y de otras ciudades españolas, el vaciado de los transeúntes habituales hace que, en las horas frescas de la manaña y al atardecer, destaquen en las calles los ancianos -más numerosos ellas que ellos- que se han quedado casi solos en la ciudad. A decir verdad, solos no. Les suelen acompañar en sus a menudo dificultosos y lentos paseos la dominicana o la ecuatoriana de turno. Es el reflejo de ese otro aspecto de la globalización que ha sido la aparición de una cadena global de cuidado al anciano y a los niños.Los problemas de la ancianidad nos atañen a todos y sus carencias deberían preocuparnos, pues el mundo occidental, hoy por hoy, no sabe abordar con decencia la ancianidad y sus retos, que son los retos de todos. Pues, como se ha explicado, éste es un mundo mucho más joven -una tercera parte de la población mundial tiene menos de 18 años-, pero, a la vez, un mundo que se está haciendo mucho más viejo. La juventud del mundo puede ser un estado transitorio. El estado estable puede tender a ser canoso. La esperanza de vida en el mundo desarrollado está cercana a los 80 años, y seguirá creciendo. En 1900, la vida media en España giraba en torno a los 30 años. Actualmente, es bastante más del doble, superior a los 80 años entre las mujeres. En el mundo, de 6.000 millones de habitantes, casi 600 millones tienen más de 60 años, la mayoría de ellos en el mundo desarrollado. Es lo que los estadounidenses llaman la floridización, al menos de las sociedades avanzadas, con territorios ocupados por jubilados de la tercera edad, con dinero y tiempo en busca de calidad de vida, a la espera de entrar en la cuarta. Los beneficios sociales para los más mayores, para los de esta edad, pueden empezar a ser una cuestión central en la política estadounidense, y en las europeas. Si se mantienen las actuales tendencias, para 2030 los viejos serán la mayoría, no de la población, pero sí de los votantes en Estados Unidos. De la mano de las urnas quizás se logre lo que no se ha conseguido de la mano de la moral y un concepto más amplio de la familia, que no eche a los viejos hacia un lado.

No es un problema o un reto sólo para el Primer Mundo o el Occidente. El envejecimiento de las sociedades, que afecta ya plenamente a los japoneses, pronto será un fenómeno a tener en cuenta en China e India. Entre ambas tienen una tercera parte de la población del planeta, y en poco tiempo van a experimentar problemas de envejecimiento demográfico a una escala sin precedentes. Según las proyecciones -nada difíciles de realizar porque tratan de gente que en la actualidad está viva-, en 2020 habrá más de mil millones de mayores, un 70% de ellos en países en vías de desarrollo. La ecuación habrá cambiado. Ya no se podrá hablar de floridización, sino del problema planetario de la pobreza de los ancianos. Y entonces, la cadena global del cuidado aparecerá con más crudeza.

Tal cadena tiene varios orígenes, pero el primero es que nuestras sociedades occidentales no saben cómo abordar el problema de la cuarta edad. A menudo, los valores interfieren. De ahí el abandono de ancianos en hospitales que suele producirse cuando llega la época del veraneo para sus descendientes. Además, las familias ya no están estructuradas para acoger a sus ancianos. Ni siquiera la arquitectura de los pisos o adosados está ya preparada para ello. De ahí la proliferación de residencias.

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El trato y la relación con los ancianos es una diferencia importante que separa al modelo occidental de algunos modelos asiáticos, en cuyas sociedades no sólo se respeta -aún- al anciano, que además sigue cumpliendo funciones sociales importantes, sino que también se le cuida desde la familia, algo que no suele entrar en las cuentas del Estado de bienestar a la europea. Claro, que en algunas aldeas de, por ejemplo, Laos se puede apreciar que la forma de cuidar a los ancianos es sacándoles de la conciencia del presente por medio del opio, lo que tiene su versión occidental en los ansiolíticos y en los somníferos.

Pero volvamos a nuestros paseantes de agosto, pues son un extremo de esa cadena global del cuidado, ya sea para niños o ancianos. Tal cadena la han puesto de relieve diversos autores, entre ellos Arlie Russell Hochschild, en un interesantísimo estudio (Global care chains and emotional surplus value) en uno de los mejores libros sobre el capitalismo global (On the edge, Jonathan Cape, Londres 2000, compilado por Will Huton y Anthony Giddens). Hochschild se basa esencialmente en la tesis doctoral de Rhacel Parrenas que será publicada bajo el sugerente título de Los sirvientes globales (The global servants: migrants filipina domestic workers in Rome and Los Angeles). El punto de partida es relativamente sencillo: las filipinas, ecuatorianas o dominicanas emigran a menudo al Primer Mundo para cuidar niños o ancianos allí de familias acomodadas. Con lo que ganan, ahorran, mantienen a sus familias en sus países de origen, e incluso pagan a su vez a una cuidadora, por un salario diez veces inferior, que se ocupe en su tierra de origen de sus propios hijos y ancianos, que a menudo han dejado atrás. Así, las mujeres más pobres cuidan de los ancianos o niños de los más ricos, mientras que otras mujeres aún más pobres, o más viejas o más rurales, explica Hochschild, cuidan a sus propios niños y ancianos. Parrenas llama al resultado "familias transnacionales". Es uno de los aspectos más tenebrosos del nuevo capitalismo, que no conviene aceptar sin más, aunque también permite que de él se beneficien muchos elementos de una misma cadena, e incluso más allá, como fondos exteriores para la economía de un país.

En uno de los orígenes de la cadena se encuentra la creciente integración laboral de la mujer en Occidente, pero a la que se le pide que, junto al ascenso en un sistema profesional diseñado esencialmente por hombres sin responsabilidades hogareñas, se ocupe aún también del cuidado de niños y ancianos, cuidado que subarrienda cada vez más a inmigrantes. Éstas, a menudo, son mujeres de clase media en su país de origen, incluso licenciadas universitarias, que ven en este trabajo una forma de ganarse mejor su vida que aplicando sus estudios en su lugar de nacimiento. Claro, que también hay muchas otras de otros orígenes sociales. Pero, sea como sea, esta demanda en el mundo desarrollado explica que la inmigración sea un fenómeno en que las mujeres ocupan una parte cada vez más destacada. Para Parrenas, "es una división transnacional del trabajo" a la que contribuye simultáneamente el capitalismo global, el sistema patriarcal del país de emigración y el sistema patriarcal del país de inmigración.

Esta cadena muestra también que la globalización ha entrado de lleno en la esfera de lo privado, de las relaciones familiares. A estas tareas aún no suficientemente consideradas, Hochschild las llama "trabajo emocional", porque el cuidado de niños y ancianos exige un cierto trasvase de sentimientos por parte de la que cuida a los niños y ancianos respecto a los suyos propios. Éste es uno de los aspectos sórdidos de esta cadena global. Pues se pretende que la cuidadora acabe amando al niño que cuida para ganarse el sueldo, aunque no se les suele pedir tanto respecto a los ancianos. Otra diferencia.

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