Más miedo que alma
El mito de Protágoras (siglo V a.C.) cuenta una historia que todo ciudadano vasco, más aún que los demás, debería aprender desde la escuela. En él se viene a probar que no hay ciudad posible sin ciudadanos dotados de virtud política. Puede sobrevivir, es cierto, con que en ella sólo algunos conozcan la medicina o la música, porque esos pocos bastan para atender la salud o entretener el ocio de la comunidad entera. Pero como no todos posean el sentido del respeto y la justicia (que en eso consiste aquella virtud), sus habitantes se destrozarán entre sí y la ciudad estará perdida. Condición tan imprescindible para la vida en común no nos la entrega graciosamente la naturaleza, sino que la conquistamos sólo por la educación y el ejercicio. Por eso, a quien le falte, se le reprochará como un defecto culpable que ha de ser tratado como una enfermedad.Bien, pues yo creo que la mortífera dolencia que aflige a la sociedad vasca revela la escasez de virtud política entre nosotros. Unos pocos, por carecer no ya sólo de respeto sino de mera humanidad, acosan y asesinan a sus vecinos con el aplauso de otros varios. Bastantes más, por faltarles el sentido de justicia, es decir, desdeñosos de la igualdad política que a todos nos vincula, se permiten atentar contra los derechos civiles del resto. Unos y otros pertenecen a esa clase de vascos mucho más ufanos de ser vascos que de ser ciudadanos y hasta de ser hombres. De modo que los más aquejados de tamaño narcisismo colectivo están dispuestos a acabar con cualquier otro ser humano (con mayor inquina cuanto más próximo) que no muestre la debida reverencia al vasco. Y los pacientes menos graves son todavía reacios a la sospecha de que un verdadero vasco pueda portarse con los suyos como un criminal y, en todo caso, proclives a disculpar a ese criminal por el hecho de ser vasco.
Así las cosas, aquí no existe una ciudad, porque no formamos una comunidad de hombres libres sino un conjunto de agresores y atemorizados. Por tanto, no hay política, y en su lugar está el miedo; pero distingamos. No es, por cierto, el miedo de todos a todos (como el del imaginario estado natural), pues en tal caso ya estaría superado. Si cada uno temiera al otro por igual, todos tendrían idéntico interés en librarse de este penoso sentimiento y hace tiempo que habrían firmado algún pacto de no agresión. Tampoco es el miedo de todos a uno solo, porque este uno resulta distinto según se mire. Los de allá tienen miedo del Estado (ya lo confesó el Sr. Egíbar: "temo más a España que a ETA") y de su fuerza legal. Los de más acá temen sobre todo a ETA, a sus tropas afines y a cuantos, por compartir sus principios y fines ilegítimos, consienten sus siniestros medios. Que este segundo grupo engrose cada día y sufra más miedo que el primero resulta bien fácil de entender: cualquier organización terrorista (dada su fuerza ilegal, arbitraria, salvaje) siempre es más temible que un Estado sujeto a la ley y que ha borrado de su código, por fortuna, los juicios sumarísimos y la pena capital.
En resumidas cuentas, en Euskadi reina el miedo unilateral de muchos a bastantes. Es el miedo a ETA y también a quienes no temen a ETA; el miedo de una parte de la población a otra parte, ésta sin duda menor, pero que disfruta de la ventaja añadida de haber accedido al gobierno. Porque esto es lo más trágico: que el Gobierno Vasco, como no nos defiende de ETA (sino que la ha convertido indirectamente, por socio interpuesto, en su aliada), acrecienta el miedo general a ETA y a sus secuaces. De ahí que lo inaguantable de esta situación estriba en ser indefinidamente prolongable. Puesto que no todos experimentan el mismo miedo ni en parecida cuantía, no todos sienten la necesidad de ponerle fin cuanto antes; al contrario, los unos obtienen su poder del mayor amedrentamiento de los otros.
Pero el ciudadano ha de saber que hay dos vías principales y a la par, una pública y la otra privada, para combatir su espanto. La primera es que, quien nos causa un miedo injustificable, acabe a su vez por tenernos un justificado miedo. Pues bien, hoy por hoy, a ETA no se lo meten ni los gestos o ruegos silenciosos de las gentes, ni las manifestaciones callejeras ni los comunicados de repulsa. Podrá sentir a lo más una cierta desazón, porque todo eso desmiente a las claras la falaz representación popular que se otorga, pero intuye que el temor persistente mina la resistencia ciudadana hasta su claudicación. A modo de prueba, hace sólo unos días la patronal vasca conminaba a los políticos a "encontrarse en algún punto, sea éste el que sea"... Así que el único capaz de infundir miedo a ETA es quien puede hablar su mismo lenguaje de amenaza y dispone de los medios legales ¡y legítimos! para llevarla a cabo. En suma, las fuerzas policiales y los tribunales de justicia de la Comunidad Autónoma Vasca y de España. "Con guerreros de la fe -escribió Max Weber- no se puede pactar la paz; lo único que se puede hacer con ellos es neutralizarlos...".
Escandalizarse por esa sugerencia, poco menos que si fuera vergonzante blasfemia democrática, indica o una estratagema indecente o un escandaloso grado de desconocimiento acerca de la política, que sólo puede comenzar tras haber fijado quién y cómo ostenta el monopolio de la violencia legítima. Porque el vasco es, sin duda, un problema político: el de una sociedad cuya mayoría se resiste a aceptar por las buenas el proyecto etnonacionalista que se le ofrece y a la que algunos quieren doblegar por las malas. El problema vasco, pues, no se reduce al terrorismo, pero se mantiene hoy sólo gracias a ese terrorismo. Éste es más su causa que su consecuencia. Un "conflicto" que ni siquiera justificaría el recurso al tirachinas, tal es su déficit democrático de partida, se agranda y reproduce mediante el tiro en la nuca. Así que no hay solución policial al problema vasco, pero tiene que haberla para atajar cuando menos la incesante hemorragia que hoy constituye lo sustantivo de ese problema.
La otra vía -más personal, no menos urgente- para combatir el miedo es pertrecharse de razones que nos ayuden a dominarlo. Porque nuestro pecado colectivo no reside tanto en el miedo (es bueno que lo temible sea temido), como en la habitual falta de coraje para encarar al matón que nos lo produce. Y, a fin de prevenir esa cobardía, nada más recomendable que una sólida confianza en las propias razones contra las sinrazones contrarias. En esta cruenta y agotadora batalla no nos valdremos sólo de que nos ampara la ley, de que somos más que los otros o de que -llegado el caso- podríamos reunir mayor fuerza bruta que ellos. Ni condenaremos sólo los asesinatos, como si cada uno de ellos no viniera precedido de otras perversiones más cotidianas. Haremos valer ante todo y a cada momento nuestro mejor y más fundado derecho frente a sus pretendidos derechos; trataremos de probar la justicia de nuestra causa frente a sus inicuas reclamaciones. No digo que lleguemos así algún día a convencerles; digo que, al menos, perderemos miedo. Pues éstas son las condiciones mínimas de ese diálogo tan pregonado: que desaparezca el temor entre los interlocutores, que haya ideas razonables que intercambiar.
Claro que este último remedio entraña un esfuerzo de reflexión política y de rearme moral más costoso que el requerido para corear estribillos o exhibir las palmas blancas de las manos. Urbanidad o indiferencia, equidistancia, falso respeto o reserva "progresista", son en este país otros tantos rostros de esa cobardía que nos deja inermes ante la bestia y expuestos a sus engaños. El nihilismo que todo tolera es un caldo ideal para el terrorismo. En pleno descrédito de los valores, ¿por qué los democráticos han de ser superiores a los étnicos?; y, si todas las ideas civiles son legítimas (como repite el interesado o el necio), ¿quién habrá de molestarse en rebatir las ajenas o en afianzar las propias? También esta miseria forma parte del problema vasco, es decir, de la culpa vasca. La culpa criminal de algunos, la culpa política de bastantes...; sí, pero además la culpa moral de casi todos.
Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía Política en la Universidad del País Vasco.
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