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Reportaje:VIAJES

RECUERDO DE LA CIUDAD INUNDADA

La plaza de San Marcos con un palmo de agua. Como en una novela de Graham Greene, en la que se decía: "Todos los cuartos de las mujeres enamoradas están llenos de agua". Éste es un paseo por las calles desiertas de Venecia, la ciudad donde creció Marco Polo.

Gustavo Martín Garzo

Estuviste a punto de no nacer. Durante muchos años no bastó con pronunciar aquellas palabras iniciales para que nuestra hija abriera sus ojos inmensos y se quedara absorta esperando esas revelaciones acerca del primer misterio de su vida, de toda vida. El misterio de por qué había nacido en una ciudad y una familia como la suya, y por qué lo había hecho precisamente ella, en vez de otra niña cualquiera. Era entonces cuando nuestro frustrado viaje veneciano aparecía rodeado de un halo de sereno misterio. Aunque hayas nacido en Valladolid, continuaba la historia, en realidad tú eres un poco veneciana, porque fue allí donde libraste la primera batalla de tu vida.Mi mujer y yo habíamos visitado Venecia en unas remotas navidades, al poco de casarnos. Fue un viaje que proyectamos durante meses con mucha ilusión, y no menos dificultades, dado el lamentable estado de nuestra economía de entonces. Venecia, en nuestra imaginación, era la ciudad que había cautivado a Proust, Dickens, Shelley y Thomas Mann; y en que Hemingway había situado la novela que, entre todas las suyas, era la que preferíamos, Al otro lado del río y entre los árboles. En sus calles y plazas había pasado su infancia y su juventud Marco Polo, el más grande de los viajeros; y había sido elegida por Shakespeare para situar la etapa más dulce del terrible amor entre Desdémona y Otelo. Viajamos hacia las ciudades reales, pero buscando el acceso a esas ciudades invisibles y eternas, que son las únicas que de verdad nos importan. Y Venecia, que apenas había cambiado en doscientos años, y de la que se decía que una guía de antes de la guerra sería tan útil hoy como cuando se publicó, se inscribía por derecho propio en esa serie esencial que había tenido en Italo Calvino a su más delicado cronista.

Pero aquellos preparativos tendrían una complicación inesperada cuando, dos semanas antes de la partida, mi mujer descubrió que estaba embarazada. La noticia nos llenó de alegría, pero también de dudas acerca de lo que debíamos hacer. Finalmente, con el beneplácito del ginecólogo, que disipó con firmeza todos nuestros temores, decidimos iniciar nuestro viaje con aquel suplemento de felicidad. De forma que aterrizamos en el aeropuerto de Treviso en la fecha prevista, y enseguida estábamos en el vaporeto que debía llevarnos a nuestro destino. Era un atardecer plomizo y la niebla cubría la laguna Veneta mientras enfilábamos el Gran Canal, la calle más bella del mundo. Vaporetti, barcazas, motoras y góndolas surcaban sus aguas entre la hilera de preciosos palacios, con sus delicadas ventanas talladas. Cruzamos bajo el elegante puente de Rialto y, poco después, bajo el de la Accademia, hasta atracar en la parada de San Marcos.

Nuestro hotel estaba muy cerca, y no perdimos tiempo ni en deshacer el equipaje. El mar había inundado la plaza de San Marcos, y elegimos un paseo corto por el laberinto de callejas que hay en los alrededores de La Fenice, la ópera de Venecia. No era muy tarde pero las calles estaban prácticamente desiertas, pues en Venecia todo cerraba muy pronto para que camareros, cocineros y tenderos pudieran coger el último tren que les llevaba de vuelta a sus casas, en Mestre. De pronto, mi mujer se puso inesperadamente mal. Estaba muy pálida y regresamos al hotel, donde comprobamos que había tenido una gran hemorragia. Se acostó enseguida y tratamos de conservar la calma hasta el día siguiente, en que hablaríamos con la encargada de la agencia. Ella se quedó dormida, y yo, muy agobiado por todo aquello, salí del hotel a fumarme un cigarrillo. El corto paseo por Riva degli Schiavoni me llevó hasta el ponte della Pagli, desde el que se podía contemplar el siniestro puente de los Suspiros, por el que los condenados de la Inquisición eran trasladados a los calabozos, donde habrían de ser torturados. Regresé lleno de aprensión, y nada más amanecer me dirigí en busca de ayuda. Había un sol radiante y la plaza de San Marcos seguía con un palmo de agua. La presencia del agua, de las cúpulas bizantinas, del esbelto Campanile y de su veleta dorada, del mármol rosado del Palacio Ducal daban a la plaza esa apariencia de familiaridad y maravillada extrañeza que sólo tienen los lugares soñados. La conversación con la desaprensiva de la agencia resultó un desastre y pronto me vi de regreso al hotel sin haber resuelto gran cosa. Mientras tanto, la situación se había agravado, pues mi mujer había tenido una segunda hemorragia. Decidimos ir de forma inmediata al hospital, para lo que tuvimos que coger una motora taxi que, por cierto, era ilegal y nos cobró lo que no está escrito. El hospital parecía de los años de la peste, y al verlo nos temimos lo peor. Pero no fue así, y atendieron a mi mujer con rapidez y eficacia. Tuvo que tumbarse en una camilla y un médico joven la estuvo reconociendo. Hacía grandes aspavientos, y creí entender que se refería a un aborto. Antes de darme cuenta, todo giraba a mi alrededor. Cuando recobré la consciencia estaba acostado entre dos parturientas, que me miraban sin poder contener la risa, aunque con los ojos desorbitados por la expectación y el dolor. Recuerdo que mi mujer se acercó a mí y me miró con dulzura. Pensaba, me dijo con sorna, que la enferma era yo.

El aborto no había llegado a producirse y el doctor nos aconsejó que regresáramos a España. Lo hicimos esa misma tarde, en el primer tren que salía hacia Milán. Mientras nos alejábamos, la imagen de la plaza de San Marcos, inundada por el mar, me hizo recordar una frase de una novela de Graham Greene. Todos los cuartos de las mujeres enamoradas están llenos de agua. Nunca me había sentido más a gusto con nadie, y pensé que puede que nos fuéramos sin conocer Venecia, pero que habíamos visitado a cambio una de esas ciudades del misterio, el deseo y la angustia de las que Marco Polo habló una vez al melancólico Kublai Khan. También, que la plaza cubierta de agua quedaría para siempre en mi memoria como una imagen de ese amor.

El regreso fue menos traumático de lo previsto. Llegamos a Valladolid y nos encaminamos a casa de la madre de mi mujer. Era la noche de fin de año. Un vecino suyo era ginecólogo y recurrimos a su ayuda. Reconoció a mi mujer, y nos dijo que no nos preocupáramos pues, en su opinión, el peligro había pasado y el niño estaba bien.

Así que ya lo sabes, le decíamos a nuestra hija, estás aquí de puro milagro. Nos preguntaba si habíamos vuelto a Venecia y le contestábamos que no, y que ahora era ella quien debía hacerlo por nosotros. ¿Cuándo?, preguntaba con ojos inquietos, deseando que ese momento ya hubiera llegado. Todavía no, le decíamos. Primero tienes que hacerte mayor, y enamorarte de alguien. Sólo así podrás pasear por la ciudad inundada.

Gustavo Martín Garzo es autor, entre otros títulos, de El lenguaje de las fuentes (Círculo de lectores), Las historias de Marta y Fernando (Destino) y La princesa manca (Espasa).

Guía práctica para el viajero

Cómo ir.Iberia (902 40 05 00) tiene vuelos directos desde Madrid y Barcelona por 42.133 pesetas, ida y vuelta, tasas incluidas. Alitalia (902 10 03 23) vuela con escala en Milán o Roma por 39.500 pesetas, más tasas.

Dormir.

Hotel Danieli (00 39 041 522 64 80). En un palacio del siglo XIV junto a la laguna; en él han dormido gentes como Balzac, Dickens, George Sand y Debussy, entre otros. Alrededor de 90.000 pesetas la habitación doble. Petit Palais (00 39 041 526 59 93); en el Lido, 25.000 pesetas.

Comer.

Harry's Bar (00 39 041 528 57 77). Calle Vallaresso, 1323; célebre restaurante y bar. Menús, desde 9.000 pesetas.

Al Graspo da Ua (00 39 041 522 36 47). Calle dei Bombaseri, 5094; su especialidad, sopa de pescado; menús en torno a

10.000 pesetas.

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