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UNA REFORMA INJUSTA Inmigración: ¿a dónde vamos?

Cuando se escriba la historia de la política de inmigración en España, los estudiosos y analistas se encontrarán con una paradoja de difícil respuesta: la de tener que explicar cómo un país pasa en tiempo récord de una ley a la contraria, de una filosofía a la opuesta, de plasmar hoy en negativo el positivo de ayer.Alguien se preguntará qué graves acontecimientos han transcurrido en el ínterin para justificar el bandazo. ¿Invasión inusitada de inmigrantes? ¿Amenaza de oleadas sin control? ¿Desbordamiento en materia de seguridad pública o de convivencia social? ¿Sobresaturación del mercado de trabajo incapaz de absorber mano de obra extranjera? ¿Incremento exponencial de las cifras de inmigrantes en comparación con los niveles de la Unión Europea? Pues no, nada de eso.

Ni las cifras son inmanejables, ni la sociedad percibe el fenómeno como amenaza -a menos que los poderes públicos se empeñen en ello con declaraciones alarmistas-, ni el mercado de trabajo ha echado el cierre a la población extranjera.

No seré tan ingenuo como para ignorar que el fenómeno de la inmigración, aquí y en Europa, es complejo, delicado y requiere elevadas dosis de racionalidad, buen sentido, generosidad y perspectiva a la hora de abordarlo.

Pero el camino emprendido por el Gobierno no es ni justo ni eficaz.

No es justo porque de una concepción garantista y respetuosa de derechos se pasa a otra restrictiva y cicatera. El drástico endurecimiento en derechos y libertades básicas, en regularización, en asistencia letrada, en reagrupamiento familiar, en concesión de visados, en permisos de residencia, en criterios para la expulsión y procedimiento de urgencia... revela una actitud a la defensiva, bunkerizada, de cierre de filas.

De una consideración del inmigrante como sujeto de derechos se pasa a otra en la que el regularizado se convierte en "ciudadano de segunda" y el no regularizado en un paria de la Tierra.

El Gobierno ha reaccionado a la defensiva, preso de un pánico injustificable, amparado en un pretendido "efecto llamada" de la ley cuando sabe que éste no lo producen las leyes sino los desequilibrios económicos, el hambre y la falta de esperanza.

Pero además de injusta, la reforma tiene serios riesgos de no ser eficaz. Porque enfoca mal el problema y da respuestas golpeando donde no debe. El Gobierno parece sentir la necesidad de controlar los flujos irregulares y ordenar la entrada de población inmigrante para evitar desbordamientos. Hasta aquí loable. Pero en lugar de ofrecer respuestas adecuadas, mediante un buen funcionamiento de los cupos y contingentes a través de los cuales el inmigrante pueda encontrar una vía de acceso con la garantía de un contrato de trabajo vinculado en lo posible al alojamiento, el Gobierno se desentiende de esa vía y opta por castigar a los que ya están dentro con el recorte de sus derechos.

El Gobierno parece operar con la idea de que "un peor trato" a los que ya están aquí ejercerá de factor de disuasión respecto a los que quieren venir. Y es un error. Porque por muy mal que se les pongan aquí las cosas, mucho peor están en sus países de origen. Y vendrán. Y si no se regula un buen sistema de acceso, vendrán como falsos turistas, o en patera, pero vendrán.

Somos un país que prácticamente está naciendo al fenómeno de la inmigración. Y ello requiere dotarse de un planteamiento global de la misma, que es algo más que una Ley de Extranjería. El Gobierno carece de él y de ahí los bandazos. Diseñarlo requiere reflexión, diálogo, sosiego, consenso y tiempo. Todo lo contrario de lo que el Gobierno está exhibiendo.

Pedro Moya Milanés es director general de Coordinación de Políticas Migratorias de la Junta de Andalucía.

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