Lejano Curaçao
Es de suponer que todos los productos que provienen de la isla de Curaçao deben ser tan cálidos como su clima, y las naranjas de aquellas tierras, por frescas, deben combinarse con aguardiente para que estén a tono con el resto del país. De esa mezcla nace el licor que lleva el nombre del lugar, y que desde siempre se confeccionaba dejando fermentar alcohol y corteza de naranja, y añadiendo a la mezcla las especias convenientes, canela, cardamomo, clavo y raíz de genciana.Los licores, durante muchos años han sido elementos inseparables de las relaciones sociales, y no se concebía una reunión de amigos en el pasado siglo o a principios del actual, en que no hiciesen su aparición y animasen la lengua, y por ende los cotilleos, sobre próximos y extraños. Cierto es que las modas pasan, y la evolución de las costumbres, y con ellas de los gustos, ha dado al traste con una buena parte de su consumo habitual, pero pese a ello, siguen siendo un elemento valioso dentro de la gastronomía.
No es preciso consumirlos como bebida digestiva para rematar las cenas, ni mucho menos para eternizar una velada, como las que acontecían en los famosos salones parisienses. Ahora potencian, en compañía adecuada, multitud de comidas y postres.
Uno de ellos, el Grand Marnier, proviene de las naranjas de Curaçao, verdes y amargas, o de las de Haití, de peor calidad pero con las mismas características, y su alcohol base es nada menos que el cognac de la región de Champagne, fino y a la vez poderoso y aromático. En Neauphe-le Château, existe desde principios del pasado siglo una famosa destilería, la Lapostolle. El hijo de los propietarios de la misma se trasladó en su juventud a Cognac donde compró una gran partida de los destilados que allí se producían. La conservó en viejas barricas de roble, y años después, su yerno, Louis Alexandre Marnier-Lapostolle, decidió enternecer a la sociedad opulenta que había crecido al abrigo de los negocios producidos por la guerra de 1870 y darles el exotismo que demandaban. Sólo había que combinar la calidad del cognac con las influencias extranjeras y exóticas de la naranja de Curaçao para lograr el Grand Marnier, el licor que embelesó toda una época. La maceración de las pieles de las naranjas junto a los alcoholes, y su posterior destilación, forman la base del producto, que se completa con azúcares y otros componentes que son secreto del fabricante y que le confieren un aroma distinto de otras bebidas similares. Tratamos del Grand Marnier Cordon Rouge, el más conocido y sabroso de todos; otras versiones, como la amarilla se logran cambiando la base, combinando la esencia derivada de las naranjas con alcoholes no de uva, sino de alguna otra fruta de las que se destilan y que forman la amplia gama de los aguardientes.
Su integración en la cocina es tardía. No se conoce en el recetario clásico la combinación de licores con los alimentos para conseguir un efecto adicional. Incluso en la Edad Media donde la combinación del dulce y del salado se realizaba con criterios que hoy nos sorprenderían, no se llegó a intentar tal posibilidad. Debemos entrar en nuestro siglo para que tal hecho se convierta en habitual y a partir de la popularidad de los cocineros clásicos franceses, no sorprende encontrar en sus platos la unión de alcoholes con la comida. Cierto es que en sus comienzos se produce el hecho de forma notoria en los postres, pero no debemos olvidar aquellas recetas de carnes o de pescados que terminan con un flambeado para lograr el aroma que los distinga. Nadie duda hoy que una copa de Jerez le sienta bien a un arroz caldoso, que ya tiene fuerza en sí mismo, y famoso es el pernod que se añade a las sopas de pescado en el sur de Francia.
Por otra parte las frutas, cultivadas hoy en su mayoría con técnicas que las hacen grandes y hermosas pero con un mínimo sabor, en su mayor parte pueden potenciarse con el añadido de unas gotas de licor, y solo debemos constatar que los sorbetes son la mera combinación de esencias o extractos de las mismas con hielo y el golpe de gracia de un alcohol.
Si este no es simple, sino que va teñido de variados componentes, como la naranja, el proceso que sufre la fruta se hace más complejo, pero el resultado no resulta nuevo, al revés, se entronca en las más socorridas fórmulas familiares. Las fresas combinadas con zumo de naranja están presentes en todas las mesas en la época propicia de los frutos, pero sólo el añadido del alcohol permite que se potencien los insípidos sabores y se eleve el perfume de los mismos hasta ser perceptibles al olfato. Un solo licor las eleva de fragancia y a la vez les da la fuerza de la que carecían, y todo ello sin perder su personalidad. El completar el plato con unas natillas les produce suavidad, y al confeccionarse al fuego, sirviéndose calientes en vez de frías como es habitual, se logra el efecto de la rápida evaporación de las sustancias volátiles, con lo que la percepción para el comensal es más rápida y de mayor intensidad. A la postre resulta que parece que tomemos fresas.
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