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Viaje y antiviaje RAFAEL ARGULLOL

Rafael Argullol

La figura del viajero es esencial en el desarrollo de las civilizaciones. Se ha intentado definir al hombre con fórmulas variadas: Homo faber, Homo ludens, Homo sapiens; todas pueden ser adecuadas, dependiendo del ángulo de contemplación, aunque quizá sea la última la menos aplicable al conjunto de la humanidad si juzgamos por la escasa sabiduría de tantos comportamientos. Me atrevería, no obstante, a reivindicar que la concepción del hombre en cuanto Homo viator es tan universal y decisiva como las anteriormente citadas.Si atendemos a la génesis de los procesos artísticos y de las grandes creaciones ideales no hay duda de que, sin el intercambio viajero, sin los trayectos de estilos e ideas, a menudo a través de vastas extensiones, sería imposible hablar de cultura. Toda cultura es nómada y, al menos en sus orígenes, ha sido sembrada por mentes nómadas.

Al igual que en el arte también ocurre algo similar en el resto de los procesos conformadores de civilización. Sin Homo viator no podríamos hablar de ciencia, religión o política porque, para que éstas se produjeran, fue imprescindible la mutua donación de influencias y complicidades por parte de los diversos territorios del planeta. Aunque sea ahora, a finales del siglo XX, cuando insistimos tanto en la "mundialización" consecuente con la tecnología y a la comunicación, lo cierto es que, a mayor o menor escala, el intercambio espiritual del mundo es notablemente anterior. Como nos han demostrado la antropología, mitología y literatura comparadas, las culturas del mundo son ricas expresiones especulares de una cultura viajera que ha atravesado la historia de la humanidad.

Sea en el plano individual sea en el colectivo, la figura del viajero es esencial para la maduración mental del hombre. De una parte, desde una perspectiva colectiva, como eje cohesionador alrededor del cual giran las creaciones artísticas e intelectuales, las conquistas de la ciencia y, asimismo, las culturas religiosas y políticas; de otra parte, atendiendo a una perspectiva personal, el viaje ha llegado a nosotros como uno de los recursos más evidentes del hombre para intentar alcanzar el conocimiento propio. El viaje, en sus diversas formas, ha sido a lo largo de la historia una metáfora del deseo y de la libertad, y así lo atestiguan un sinfín de expresiones antropológicas de todo tipo. No es de extrañar, en consecuencia, que todas las tradiciones literarias estén construidas sobre un fondo de viaje: el viaje de la experiencia individual y de la memoria colectiva.

De ahí que el fenómeno del turismo, cuya explosión masiva es uno de los grandes signos de identidad del siglo que acaba, pueda observarse según una doble mirada, esperanzadora e inquietante. Esperanzador es que los mecanismos aleccionadores del viaje se conviertan en un recurso activo para segmentos cada vez más amplios de la sociedad. Sin embargo, es igualmente inquietante que la masividad se imponga a aquellos mecanismos, desvirtuándolos y destruyéndolos. La acumulación de la herencia creativa del viaje a manos de un falso y masificado turismo supondría, desde luego, una pérdida irreparable.

Junto al viaje individual siempre ha existido el turismo colectivo aunque, con pocas excepciones, casi nunca vinculado a lo que en nuestra época entendemos por ocio. Pese a que con este propósito hay ciertas experiencias minoritarias en el mundo helenístico y romano, es obvio que el desplazamiento organizado ha estado vinculado históricamente a fines culturales y rituales, como las grandes vías de peregrinación, y en los peores casos a objetivos depredatorios y bélicos. Pero únicamente en el último siglo, y especialmente en los dos o tres últimos decenios, podemos hablar de un turismo colectivo auspiciado por el ocio de las sociedades económicamente más desarrolladas y apoyado por el espectacular incremento de las comunicaciones. El denominado "turismo de masas" es reciente y enormemente vertiginoso en su evolución.

Con todo, a pesar de su carácter reciente, estamos ya en condiciones de apreciar sus repercusiones más negativas no sólo con respecto a los espacios agredidos sino también con relación a la misma experiencia del viaje. Podemos tener ya a nuestra disposición una especie de guía negra en la que se ofrezca balance de los desastres causados en lugares y poblaciones. Si uno ha nacido en el Mediterráneo está debidamente familiarizado con el hecho de que este mar de civilización ha sido, y es, el epicentro de la nueva barbarie cometida en nombre del ocio y del turismo.

Evaluar adecuadamente las consecuencias negativas del turismo colectivo es una condición previa para determinar asimismo sus efectos positivos. La imaginaria guía negra a la que antes he aludido podría servirnos de manual, también imaginario, cuyas lecciones nos instruyeran sobre la actuación futura. En esta dirección el turismo colectivo puede ser beneficioso para viajeros y países receptores únicamente si se atiende a un juego de equilibrios que afectan a todas las partes implicadas: a la naturaleza, a la población y su cultura, y al propio viajero.

El equilibrio entre turismo y naturaleza exige una percepción generosa del futuro. No basta con fomentar líneas del llamado turismo ecológico, si bien éste ha redundado efectivamente en una mejora de calidad del fenómeno turístico. Pero más allá de este marco, hay que entender el respeto a la naturaleza como respeto al patrimonio más esencial y más universal del hombre. La naturaleza es, por así decirlo, el patrimonio indivisible del hombre que, parcialmente y distribuido por azar, administra cada país, pero frente al que no detenta derechos de propiedad sino deberes de responsabilidad. El drama ecológico de nuestro siglo nos advierte sobre la necesidad de reconocer esa indivisibilidad y actuar en consecuencia.

Junto al patrimonio indivisible de la naturaleza, el de la cultura requiere otro plano de armonización en el que se haga patente ese equilibrio entre lo universal y lo particular, entre la cultura vista como creación común de la humanidad y la cultura contemplada como muestra de diversidad y singularidad. Tan errónea y depredadora es la violencia que, basándose en particularismos, niega el bien común de toda cultura como aquella otra alimentada en un cosmopolitismo falso y colonialista que pretende aplastar el ilimitado espectro de las diferencias.

Por esta razón si el respetar a la naturaleza no se limita al "turismo ecológico", por interesante que éste sea, tampoco el respeto al patrimonio de la cultura se reduce al "turismo cultural" y tampoco a la restauración o reconstrucción de bienes materiales históricos, por atractivas y necesarias que sean estas actividades. Al lado de éstas el respeto al patrimonio de la cultura, entendido con profundidad, significa, por encima de todo, el respeto al patrimonio cultural humano, a su singularidad, a sus costumbres, creencias y formas de vida.

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