Aire de mar
Parece que el producto estrella de la cocina que se realiza en los locales con mayores pretensiones de todo el mundo es el bogavante. No hay carta que podamos observar, o admirar, que no incorpore el famoso crustáceo como cabecera de sus refinados platos. Y no únicamente en nuestro país, sino también en los de mayor fama gastronómica nos aparece, y nunca mejor dicho, hasta en la sopa, y no existe plato principal más admirado y pretendido que el que lo incorpora. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, se escucha popularmente, y desde luego, algo tiene el bogavante para haber concitado tras de sí tan amplia legión de seguidores a lo ancho de este mundo. Desde Apicio se le venera, y se desarrollan diversas teorías sobre la forma de condimentarlo, aunque este autor insiste en las virtudes que tiene la plancha sobre el mismo, añadiéndole para su consumo diversas salsas con pimientas y cominos. Pero su utilización podía ser mucho más sofisticada, el nivel de vida de los romanos no ha tenido réplicas en el mundo conocido, y así eran capaces de aprovechar las colas del suculento marisco para preparar unas ligeras albóndigas, plato casero donde los haya, aquí elevado a la categoría de lujo por mor de la primera materia aderezada esta vez con huevos, pimienta y el socorrido garum.Algo similar sucedía hace años con el pichón, los criados en el vecino país, en Bresse, formaban asimismo parte de los recetarios de los grandes chefs, desde Escoffier hasta Bocusse, desde Blanc a Alain Ducasse. Ayer y hoy se reconoce como mito gastronómico y es, en cuanto a las aves, sin duda la más solicitada en una comida que se precie. Su fina y sabrosa carne, sin duda merece respeto, y si el animal está engordado con las primeras materias adecuadas, el resultado es óptimo. Como sucedía con el bogavante, también los romanos, y Apicio el primero de ellos, eran capaces de valorar de forma positiva el pichón, y a su condimentación se dedican amplias explicaciones en los tratados de la época. Lástima que las salsas que preferían para añadirle, todas ellas con gran aparataje de especias y sin que falten los elementos insólitos como los dátiles, las aplicasen además de a nuestra sabrosa ave a las grullas o a los flamencos, animales que parece eran de su devoción gastronómica.
No obstante, su conjunción no ha sido contemplada por lo general en la cocina clásica. Ambos han alcanzado la fama en solitario, a lo más, acompañados de un aliño que no les pervierta demasiado el sabor que desarrollan por sí mismos. Es insuperable el bogavante hecho a la brasa, importado de los mares fríos y acrecentado su sabor al degustarlo al aire libre, acompañado con los aromas de la marina brisa mediterránea. Así podemos decir del pichón, que alcanza su perfección en la simplicidad, al horno, sin condimentos aparentes; en todo caso algunas hierbas aromáticas que lo acompañen de lejos, y el jugo que se desprende de su asado, de sus carnes o de sus huesos, para envolverlo en el plato, para que sirva de vehículo placentero de los sabores.
Pero esta unión es posible, la cocina catalana tiene ejemplos precisos al respecto, y el pollo y la langosta forma un maridaje, mar y montaña le llaman, reconocido en todos los ámbitos. Aunque en estas fórmulas vuelve a primar lo particular sobre lo colectivo, el sabor de cada uno de los componentes se diferencia de su acompañante, y no se forma un todo unitario. La conjunción sólo aparece cuando el jugo de uno de ellos, el caldo producido con su cocción se adiciona al otro, que también aporta otro fluido. Se sabe que los líquidos tienen gran capacidad de asociarse y la virtud consiste en que aúnen sus fuerzas, y no sean antagonistas sino complementarios. Estamos describiendo un plato que no sabemos si calificar de carne o de pescado, pero cuyo sabor nada tiene de indefinido ni confuso, goza de las virtudes de ambos a la vez.
Que alejado de la llamada paella mixta, aquella que combina las gambas o los mejillones, -en mera decoración debieron quedarse-, con el sabor del pollo y del conejo, y cuyas virtudes culinarias son indescriptibles por inexistentes. El suave perfume del pichón, unido a la clásica base vegetal, aúpa el sabor del bogavante hasta cotas impensables, la mezcolanza de los mariscos en estado bruto con un arroz confeccionado con los clásicos criterios de la paella de carne, los rebaja hasta el despropósito.
Pero por si esto fuera poco, por si no hubiésemos rizado el rizo de los sabores hasta sus límites, hay que rebuscar hasta otro resultado final, añadirle algún componente para que el barroco devenga en churrigueresco. La adición de pulpo seco, producto de la tierra, del sudeste español, nos llevará a otras latitudes para el paladar y para el espíritu. Nos volverá a hacer reflexionar sobre los límites del sabor.
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