Agosto en la ciudad
Agosto. La vida se queda a medias, pierde fuelle, se vuelve asmática y le cuesta recorrer las calles, la programación de las televisiones, los mostradores de los bares, como si fuese demasiado enclenque o estuviera demasiado enferma para remontar el ritmo de las cosas por encima de este calor insufrible. El mes está tachado en el calendario, hay un hiato, un flagrante agujero blanco en mitad del tiempo en el que es imposible que suceda nada. Eso, en efecto, lo podemos comprobar nosotros mismos con sólo repasar nuestras actividades de un día y otro: nada sobre nada, tareas fantasmagóricas del aburrimiento, frecuentamos mecánicamente las mismas aceras, los mismos pisos con ventiladores inútiles, libros calientes sobre los que se abate el sueño, el aire acondicionado de un restaurante donde es mayor la cuenta de las luz que los ingresos de la caja. Nada existe, nada ocurre. Contemplamos un noticiario de televisión o compramos un periódico para hacernos cargo de que todo es espurio, vaporoso, vago, falto de solidez como un ensueño, como ese delirio que la insolación obra en los cráneos desnudos. También nuestro cuerpo atenúa la marcha: relajada por la temperatura, la sangre se demora en las venas, tarda en llegar a donde la reclaman, se transforma en una salsa espesa y torpe que no tolera las prisas, y el cerebro se asfixia frente al embudo cómplice del ventilador.Es el momento idóneo para pasear por las ciudades. A las diez o las once me doy una ducha, salgo a dar una vuelta por Sevilla. Las avenidas están vacías, como los escaparates de un comercio en reforma; a lo lejos se despiden los semáforos, de cerca las fuentes, secas y blancas, se presentan como monumentos de sal de alguna remota maldición bíblica. El aire está quieto, suspendido de las calzadas, pesa sobre la camisa y se troca en pesados goterones de sudor que bogan por mi espalda. El camino hasta el centro nunca ha sido tan tranquilo: sólo molestan, a ratos, el rumor de un taxi desviado, el taconeo en las baldosas de una pareja que llega tarde a alguna parte y se apresura, entre resoplidos. Yo amo este momento, en el que deambulo por una calle que ha sido preparada sólo para mí, levantada con todo su atrezzo de balcones, escaparates, tiestos, persianas y umbrales, sólo para que yo la recorra ahora como quien no quiere la cosa y me aburra también de pasear. La ciudad me parece entonces más familiar que nunca, reproduce nítidamente la imagen que guardo de ella en el baúl de los conceptos, se aproxima a su arquetipo hasta volverse indistinta de la idea platónica y me doy cuenta de que el vacío ha obrado este prodigio. Perderse por la Sevilla vacía de agosto es esta experiencia iniciática, alucinógena, ingresar en el lado opuesto de las cosas cotidianas y tomar parte en un cuadro de Magritte, de Paul Delvaux, de Giorgio de Chirico con sus musas inquietantes. La nada es amada, dice un pequeño opúsculo de Johannes Kepler, por todos aquellos que prefieren los objetos minúsculos, insignificantes, delicados. El silencio y la nada son preciosos para conocer las cosas: a veces pensamos que no conocemos a alguien sino cuando lo sabemos ausente, mudo, imposible de responder. Y la ciudad en agosto es este maniquí, este asiento desocupado, este cuerpo muerto hecho de plazas y pabellones de donde el aliento del alma ha huido, lejos.
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