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La capitulación del discurso político

Víctor Gómez Pin

En muchos momentos de la intervención de G. W. Bush ante la Convención Republicana el 3 de agosto, los telespectadores tuvimos ocasión de recordar aquella frase de la precampaña de Bill Clinton en 1996 sugiriendo que la intervención gubernamental, a fin de corregir la ley del mercado, era cosa del pasado. Frase inmediatamente percibida como un guiño a los votantes conservadores; guiño que venía a corregir la disparidad entre discurso y práctica política del Partido Demócrata y que, en consecuencia, podía ser determinante para las aspiraciones de Bill Clinton a un segundo mandato.Desde entonces, y hasta este discurso simétrico en intencionalidad de Bush, la recuperación económica de los Estados Unidos no ha hecho mas que consolidarse (dejemos de lado la cuestión del durísimo precio pagado por ello), fortaleciendo correlativamente la imagen de América como faro para los desheredados del mundo entero, quienes de alcanzar puerto encontrarán en la clase política una disposición muy diferente a la de hace tan sólo unos años. Pues el bajo índice de paro hace que los votos que cabría arrancar explotando los sentimientos de los más frustrados por la presencia de inmigrantes no valgan ya electoralmente la pena. Más rentable es, por el contrario, canalizar favorablemente el sentimiento, creciente en los inmigrantes ya instalados, del privilegio que supone participar en el proyecto americano. Privilegio vivido por ellos como resultado literalmente de la suerte (sentimiento que la Administración americana fomenta sorteando anualmente permisos de residencia entre aspirantes del mundo entero). Suerte de la que carecieron los que quedaron en los arcenes de las vías de inmigración clandestina o aquellos que, simplemente, se equivocaron de lugar de exilio: así esos italianos que, en lugar de dirigirse al Norte, tomaron el camino de las entonces prometedoras Venezuela o Argentina.

La bonanza económica quita asimismo aspereza a otros debates. Tal es el caso de la seguridad social, cuya pretendida utilización parasitaria era hace unos años objeto de permanente denuncia y no sólo por los republicanos. Caso también de la inseguridad urbana, de cuya "solución" sería hoy espejo Nueva York. Ciudad ésta que provocaba fobia en el visitante cuando mostraba sin tapujos el complemento sombrío de su imagen literaria de lugar de raíces intrínsecamente perdidas (a saber: figuras humanas marcadas por el desarraigo efectivo y condenadas a vivir entre despojos de la abundancia ambiental). Ciudad hoy, "limpia y laboriosa", gracias a la acción de su modélico alcalde Giuliani; acción más o menos escrupulosa pues ya se sabe que "no se puede cocinar con guantes blancos".

La concurrencia de estos factores explica la pertinencia del discurso de Bush, pronunciado ante una audencia literalmente multicolor, con marcada presencia de negros, asiáticos e hispanos, además de grupos de jóvenes, mujeres de toda condición social, y jubilados visiblemente dependientes de subsidios y asistencia médica. Para todos ellos tuvo Bush palabras no ya reconfortantes, sino edificantes. Así, tras haber denunciado como intolerable el que riqueza, tecnología, educación y ambición tengan contrapunto en pobreza, cárcel, drogadicción y desesperanza, Bush se mostró también justiciero ante aquellos que se atienen a lo que, "satisfaciendo el cuerpo, no enriquece sin embargo el alma".

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El orador no olvidó ciertamente el flanco tradicional de su parroquia, reivindicando el "derecho a la vida" como complemento de los valores familiares y exigiendo la "restauración de la moral militar". Mas significativo fue que en estos extremos estuviera previamente apoyado por el alcalde hispano de El Paso y el general de color Colin L. Powell. Respaldo que contrastaba con significativas ausencias, a saber la de aquellos conservadores ya faltos de sitio, por ser reacios a aceptar que el proyecto que Bush propone para América sea efectivamente asumible tanto por demócratas como por republicanos. Como asumibles por ambos eran ya los mensajes de campaña de Clinton en 1996 y aún en 1992.

Pues cuando la reducción objetiva del margen de maniobra en lo social, lejos de ser vivida como una mutilación para el proyecto genuino, es interiorizada hasta el extremo de otorgarle legitimidad moral y racional (cosa que han efectuado tanto los "demócratas" en Estados Unidos como los "socialdemócratas" en Europa), entonces queda realmente abolida la diferencia política y con ella la posibilidad misma de una diferencia en los discursos. De ahí lo intercambiable de las palabras de Bush con las que hubiera podido pronunciar cualquier candidato con probabilidades, de uno u otro partido. Palabras tan propias... como las de cualquiera, es decir, palabras insignificantes, pues sólo cabe significación real cuando lo que se articula es reflejo de un posicionamiento comprometedor, o sea, portador de diferencia.

De la pantalla bidimensional fluía en esa noche de la Convención Republicana un rosario de máximas de solidaridad y tolerancia que escuchábamos con esa venda en los ojos con la que (según Marcel Proust) se escuchan las dulces palabras de la falsa amante. Tal tisana edificante ha sido bautizada como "conservadurismo piadoso", el cual, por degracia, no es monopolio de los conservadores. Pues a él están abocados todos aquellos que (intrínsecamente pesimistas y nihilistas) estiman que la miseria es un inevitable aspecto sombrío del aspecto luminoso de las sociedades; el equivalente de lo que el polo de la senectud es al polo de la juventud. Frente a tal capitulación del discurso político, su restauración pasa por recordar que la miseria no es integrante constitutivo sino apéndice postulento de la condición humana; apéndice que de ninguna manera ha de ser objeto de tratos balsámicos, sino de expectación allí donde reside su matriz, a saber, en el funcionamiento degenerado del cuerpo social.

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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