Cumplir las promesas
Cuentan que, hace más de tres mil años, una poetisa china escribió: "Sus palabras son bellas, pero luego no cumple sus promesas". En los últimos años, los países más avanzados económicamente han suscrito bellísimas declaraciones, resoluciones y convenios. Pero, con raras excepciones que hay que destacar, no han cumplido luego sus compromisos. Como ejemplos particularmente relevantes pueden citarse: la Resolución de las Naciones Unidas, 1974, sobre Cooperación Internacional (0,7% del PIB para el desarrollo endógeno de los países más necesitados); la Conferencia Mundial sobre "Educación para todos", en Jomtien, Tailandia, 1990; la Cumbre de la Tierra, sobre medio ambiente, Río de Janeiro, 1992; la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Social, Copenhague, 1995... El incumplimiento ha desembocado en grandes asimetrías de índole económica y social, y en el agravamiento de la situación medioambiental. En consecuencia, uno de los deberes más acuciantes, en este inicio de siglo y de milenio, consiste en replantear, con lucidez y firmeza, la política internacional, con un plan de puesta en práctica de múltiples acuerdos, de tal modo que los derechos humanos de gran parte de la humanidad no sean simples enunciados.Ahora se deciden urgentes ayudas a África a cambio de frenar la emigración y repatriar "ilegales". Ahora, ante la avalancha, en lugar de haber honrado los propósitos solemnemente proclamados hace tiempo. Ahora, por miedo, inversiones en lugar de los ciclos viciosos de los préstamos, en los que siempre el prestamista sale beneficiado y el prestatario empobrecido y endeudado. Recientemente, el presidente Clinton expresaba su preocupación por la inestabilidad y amenaza potencial a la seguridad de Estados Unidos que representa la extensión del sida en África. Si se hubiera pensado que todos los afectados por el sida son acreedores del mismo tratamiento y que todos los enfermos son pobres por ricos que sean, se hubiera evitado esta declaración tardía y desoladora.
Los mejores "operativos fronterizos" son los innecesarios, los que se evitan con anticipación, con relaciones de buena vecindad guiadas por una política solidaria mutuamente favorable y no por los intereses económicos a corto plazo. Los actuales dispositivos disuasorios para el control de los flujos inmigratorios cuestan mucho dinero. Y representan un considerable peso de conciencia. El flujo es imparable cuando no se tiene nada que perder.
España ha pasado de país de emigración a país de inmigración en muy pocos años. Si de alguna nación cabe esperar ejemplos es de aquella que, por evanescente que sea la memoria, recuerda las vendimias francesas y las colas en las puertas traseras de los restaurantes suizos hace algo más de tres décadas. Más de dos millones de emigrantes españoles de 1960 a 1970. Estos datos de la historia contemporánea deberían conocerlos bien nuestros hijos y nietos. Ésta es la historia que permitiría construir un futuro distinto. Hoy, integrado en la Unión Europea, nuestro país sabe muy bien qué trabajos no querían hacer en 1965 los franceses y alemanes.
El año pasado, más de 2.500 emigrantes murieron tratando de entrar en Europa, intentando alcanzar las costas de la abundancia, de un continente de más de 350 millones de personas. El flujo anual de emigrantes es de unos 400.000 al año, según estimaciones ponderadas.
Facilitar la integración social, cultural y laboral del emigrante y perseguir, desde luego, con todo el peso de la ley a los desalmados que trafican con los sueños de pan y cobijo de los desheredados de la tierra. Pero, por encima de todo, ir a las raíces de la inmigración, ayudar a que permanezcan en sus países, porque reducir el número de emigrantes, propiciar que vivan dignamente en sus lugares de origen, es la mejor solución. Debemos invertir más en atención a los necesitados, en prevenir el cansancio juvenil y la indiferencia, en moderar el extremismo, en seguridad ciudadana, en construir un contexto social y cultural en el que los hooligans, los ebrios, los drogadictos... vayan disminuyendo, porque la calidad de vida depende no sólo de los bienes materiales, sino de la vida esperanzada, de la amistad, de la gozosa convivencia.
Hemos "cosificado" el desarrollo. Como ha escrito Juan Goytisolo, en Argelia en el vendaval: "Hemos evacuado los conceptos de solidaridad, comprensión, bondad, de nuestro vocabulario y de nuestras vidas para transformarnos en atesoradores insaciables de objetos e imágenes hueras, a costa de un reduccionismo desolador de la dimensión integral de ser humano. ¿No será ésta, a la postre, la auténtica y deshonrosa pobreza?".
Que todos conozcan y respeten los derechos humanos -empezando por el artículo primero de la Declaración Universal, sobre la igual dignidad de todos los seres humanos- en nuestra vida cotidiana. Formar ciudadanos del mundo capaces de participar -que en esto consiste la democracia- y de ejercer los valores de justicia, solidaridad, libertad e igualdad. Ciudadanos que conozcan el conjunto interactivo de los pueblos de la Tierra en la que habitan y vivan "volcados" hacia afuera. Sí, la solución reside en la capacidad de cada persona, de cada país; en los saberes que les permiten orientar y diseñar su propio destino y explotar sus recursos naturales y de toda índole. Desarmar la historia, despojarla de prejuicios y "clichés" que tanto daño han hecho, nos han hecho, que tantos enfrentamientos han provocado, que tantas vidas han costado. Transitar desde una cultura de imposición y fuerza a una cultura de paz y diálogo.
Actuemos de tal manera, poco a poco, hasta que los más recalcitrantes y desconfiados recuperen la esperanza. Que se den cuenta que el futuro no tiene por qué ser necesariamente igual que el presente y el pasado. Me gusta repetir que lo fundamental es "la memoria del futuro" todavía intacto, que puede escribirse con líneas menos torcidas, todas la manos juntas. Memoria del pasado para saber que las grandes transformaciones nunca se hicieron por la fuerza de las armas, sino por la fuerza de las ideas, de los ideales. Memoria para saber que la integración nunca se consigue por el interés y el dinero, sino por el hilo conductor de la cultura, por el tejido denso de hebras distintas.
La cuestión esencial es que, en lugar de fortalecer un sistema jurídico internacional, con unos códigos de conducta aceptados por todos los países y, en consecuencia, con unos mecanismos punitivos adecuados, se ha debilitado el sistema de las Naciones Unidas, se ha tratado de reducir a una institución -de magros recursos para la ayuda humanitaria y el mantenimiento de la paz posconflicto- cuando su sublime misión es evitar la guerra y construir la paz a través del desarrollo endógeno, de la capacidad de cada país, comenzando por el talento, por las facultades creadoras de sus habitantes. Y no hay democracia si hay impunidad. Y seguirá habiendo tráficos ilegales e inmorales -de personas, armas, drogas, capitales- si no hay un marco democrático internacional. Un marco en el que compartir mejor no sea fruto del apremio, sino de la previsión, no del miedo, sino de los principios universales de decoro. La democracia es el único contexto en el que los problemas nacionales pueden hallar solución. Lo mismo sucede a escala internacional con los problemas supranacionales. La voz de todos los pueblos no puede sustituirse por la de unos cuantos, por la de los más poderosos. Sería una gravísima incoherencia pretender que fuera una oligocracia, una plutocracia, la que estableciera y asegurara el respeto a las normas de convivencia global.
"Si nos hubieran ayudado con la cooperación internacional prometida, hoy no seríamos tan sólo buenos vecinos, sino buenos clientes", me comentaba hace años un dirigente norteafricano. En efecto, las naciones menos favorecidas necesitan ideales democráticos, no modelos de fabricación ajena. Principios y prácticas universales, incorporados a cada cultura, a cada situación específica. La extensión reciente de "democracias llave en mano" a países que nunca habían conocido Gobiernos designados por voluntad popular, ha puesto de relieve los peligros que amenazan al sistema democrático cuando se aplica precipitadamente sin que exista justicia y seguridad.
Europa, con una evolución demográfica regresiva, tendrá que importar mano de obra del sur. Que sea un proceso entre amigos y no entre resentidos. Junto a las medidas de seguridad inmediatas habrá que adoptar otras, a medio y largo plazo, basadas en principios y valores democráticos.
Por último, cuidado con el ruido y "apantallamiento" que está recibiendo el contrabando de personas -el más deleznable- porque nos impedirá oír y ver el impulso que se prestará (que se estará ya prestando) a los otros tráficos a los que antes me refería. También matan. Pero más lentamente. No nos dejemos engañar, una vez más, por estas maniobras y disfraces que tanto deshonran a unos y tanto sufrimiento procuran a otros. Tenemos el derecho y el deber de ocuparnos de las cosas esenciales. Y de cumplir nuestras promesas.
Federico Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura de Paz y del Consejo Científico de la Fundación Ramón Areces.
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