En busca de los indios Kikapúes
En Eagle Pass, Tejas, cruzamos el río Grande en coche por un puente vallado a ambos lados y nos detenemos en los controles fronterizos. Los policías mexicanos, aburridos, se interesan por nuestro viaje.-Ustedes casi no parecen españoles. Anden y que les vaya bien.
Al otro lado de la frontera se encuentra Piedras Negras, ciudad gemela de Eagle Pass, con la que comparte hasta periódico -El Zócalo-. Un titular reza: "Quiebra vidrio a trailes por encontrar a su esposo con otra mujer". Cogemos la carretera 57 hacia Sabinas, al sur. No hay una nube, el sol abrasa y la luz blanquecina decolora el paisaje semidesértico. El terreno, ondulado y pedregoso, está salpicado de arbustos leñosos, pitas, chollas, mandiocas, olivos y nogales. Las casas, desperdigadas, tienen la cubierta de chapa ondulada y las paredes de materiales variopintos. Niños descalzos corretean por entre la chatarra y, cuando nos ven, se detienen y nos saludan con sus manos diminutas. Al borde de la carretera hay carteles publicitarios herrumbrosos. ¿Conoces a tus hijos? ¿Sabes lo que les gusta? ¿Platicas con ellos? Dales coca-cola. Hay burros peludos, caballos, vacas y cabras famélicas. En un cementerio la mitad de las tumbas han sido violadas, y las figuras de la Virgen, pintadas de vivos colores, parecen desafiar la pobreza y el calor. El polvo lo cubre todo. De vez en cuando, un zopilote planea sobre nuestras cabezas. Imposible no acordarse de Bajo el volcán o No soy Stiller. Coahuila, situado al sur de Tejas, es el tercer Estado más grande de México. Los conquistadores se establecieron en Saltillo en 1577, y tuvieron que vérselas durante siglos con las indómitas tribus nativas, especialmente con los apaches. En la actualidad, la agricultura, la ganadería y la minería son las tres actividades económicas más importantes en Coahuila. De todos modos, por lo que se ve, actividad es un término demasiado optimista. Tomamos la carretera 2, hacia el oeste, echamos gasolina en Nueva Rosita, y comprobamos que, según nos alejamos de la frontera, el dólar se va depreciando. Recuerda que la clave de la economía está en García. A los 35 km, llegamos a nuestro destino, Melchor Múzquiz, centro de producción industrial de hulla, plata, zinc, plomo y fluorita, situado en una región ganadera. Preguntamos por un hotel, y una niña preciosa, de ojos como carbones y sonrisa ancha, nos enseña un dibujo de su hermano y nos invita a su cumpleaños.
-Se llama Memo, pero le dicen Memito.
Nos alojamos en el motel La Mina, donde el precio de la habitación se ha doblado con nuestra llegada. El aire acondicionado suena como el motor de un bombardero, y nos damos una vuelta por el pueblo. La llegada a la plaza de Armas, rectangular, inmensa y arbolada, es como un viaje en el tiempo. En la esquina noreste se levanta el templo barroco de Santa Rosa de Lima, del que sale una procesión de jóvenes cristianos portando pancartas. Una india vende flores y objetos de artesanía a la puerta. Los hombres, sentados en los bancos, cubiertos bajo sombreros de vaquero y con cuchillos al cinto, se entretienen piropeando a las mujeres, que dan vueltas a la plaza en pequeños grupos. Cuando advierten nuestra presencia, los hombres nos observan curiosos y retadores. Las mujeres bajan la mirada y nos sonríen arrobadas. Cientos de ojos nos vigilan. Pedimos una cerveza en uno de los puestos, y nos informan, entre risas, de que no venden alcohol. Nos sirven unas raspaditas de limón.
-¿Españoles? Hace tiempo que no se ven por aquí.
Preguntamos por un bar, y señalan una puerta sin letrero alguno. En el bar de Ferriño, el día es noche. Tres parroquianos mayores, bigotudos, entrados en carnes y sudorosos están acodados en la barra, frente a unos tequilas, separados y en silencio. De repente, uno suelta un alarido y bebe su vaso. Los otros le siguen. El más grueso se levanta y echa una moneda en una máquina de discos; suena una canción. Salta, ranita, salta. Escenifican la letra. El gordo hace de macho y acosa y requiebra al que actúa de mujer, que saca la lengua y se toca el pecho y el sexo. Animales en celo. El macho le pellizca, se abalanza sobre "ella", arremete. Todos ríen y gritan. Es una escena escalofriante, grotesca. La "ranita" se acerca a nuestra mesa y nos convida a David y a mí a unos tequilas. César cree que somos yanquis o, lo que es peor, policías, y desconfía, porque por Múzquiz pasan emigrantes ilegales a los EE UU. Nos sorprende su falta de ojo. Asegura que en su pueblo se dan pocas cuchilladas, lo que no tranquiliza demasiado. Le explico el motivo de nuestro viaje: visitar la reserva de los indios kikapúes, que aparecen en el poemario La voz de Mallick, obra de mi hermano Pedro.
-Así que quieren ver a los inditos...
Para César, ahora más relajado, he pasado de parecer policía a ser maricón. Como sólo se puede acceder al campamento en troca o 4x4, se ofrece a llevarnos. A la mañana siguiente, César no acude a la cita. Durante dos días, no logramos que nadie cumpla su promesa de acompañarnos donde los inditos. Ahorita mismo, dicen, pero no mueven un dedo. Al final, mientras nos cobran en el motel, un camionero se apiada de nosotros y organiza la excursión. Subimos en un Willy del ejército, recogemos a un herrador, un albañil y una caja de cerveza Tecate roja bien fría, y nos ponemos en camino hacia El Nacimiento.
-Este país tiene una energía especial, ¿no? A todas horas parece que va a pasar algo.
Contra el horizonte se recorta la Sierra de la Madre de los Cármenes, Dead Horse Mountains del lado estadounidense, una masa de piedra caliza y volcánica cubierta de pinos, ponderosas, cipreses y álamos. Se ha levantado viento y el sol continúa taladrando nuestros cráneos. El pálido pelo del kikapoo fue la negra cresta de un / gallo de pelea. Es martes y nos dirigimos al encuentro de los indios kikapúes.
Nicolás Casariego, autor de la novela Dime cinco cosas que quieres que te haga (Espasa Calpe, 1998), acaba de publicar el ensayo Héroes y antihéroes en la literatura (Anaya, 2000).
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