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Cajas, entre la fusión y el desconcierto

En estos días ya caniculares todo queda aplazado hasta septiembre. Lo último, el posible acuerdo sobre la fusión de Bancaja y la CAM que Zaplana, hábil e insidiosamente, ha situado a finales de septiembre para negar a continuación que esa previsión tenga nada que ver con el resultado del próximo congreso del PSPV, aunque en su opinión los socialistas se pondrán de acuerdo con los populares cuando llegue el momento.El mismo Jordi Sevilla, flamante nuevo responsable de política económica del PSOE, ha declarado esta semana que no es contrario a la fusión de las cajas si se hace bien, pero criticando las prisas de Zaplana y cuestionando su interés real en el asunto, al tiempo que, sensatamente, ponía el dedo en la llaga al reconocer la preocupación legítima que en Alicante existe sobre la futura caja fusionada. Que una cosa -añado yo- es rechazar de plano los excesos paranoicos y otra negarse a admitir que, guste o no, el problema existe y que como todo problema, y más siendo uno que afecta gravemente a nuestra convivencia, hay que analizarlo y darle solución satisfactoria.

Cuestión diferente es admitir sin más que la globalización nos conduzca inexorablemente y por sí misma hacia la fusión de las cajas. A riesgo de ser políticamente incorrecto, no tengo nada claro que la política monetaria común y la complejidad e interrelación del mercado conviertan en este caso a la dimensión, como tal, en un factor determinante, cuando no deja de ser una variable instrumental. No podemos entrar aquí en la compleja discusión teórica de varias décadas acerca de las llamadas economías de escala, o sea que debido al mayor tamaño de una empresa ésta pueda producir con costes por unidad de producto menores. Baste con señalar que, a veces, la correlación aparente entre mayor tamaño y mayor margen de beneficios no viene dada por una mayor eficiencia técnica en los procesos productivos -lo cual es plausible y deseable- sino que a mayor tamaño, mayor poder de monopolio por parte de la empresa, lo cual no lo es en absoluto. En cualquier caso todos estos análisis se han referido básicamente a sectores industriales y no se pueden trasladar mecánicamente sus conclusiones al complejo y proceloso mundo de los servicios financieros, donde el tamaño multiplica indefectiblemente los costes de intermediación y donde entidades medianas, con un alto componente de atención y servicio personalizado, pueden conseguir cotas más que razonables de eficiencia y excelentes resultados.

Puede existir otra razón fundamental para buscar el mayor tamaño: blindarse ante posibles intentos de compra por parte de la competencia. No es el caso de las cajas de ahorro, que están ya blindadas por su peculiar estatuto jurídico frente a cualquier OPA. Sí que, en cambio, la dimensión, la existencia de una determinada masa crítica, puede ser determinante para poder abordar cierto tipo de operaciones inversoras. Si éste es el caso, y el interés de Zaplana en el asunto, encomendémonos a todo el santoral, porque uno -sin que deje de formular sus mejores deseos para Terra Mítica- tiene la carne de gallina pensando solamente en el nivel de riesgo ya contraído por Bancaja y, sobre todo, la CAM en el parque, para que encima se asuste aún más pensando en una supercaja obligada a paliar las necesidades financieras de una Administración manirrota y endeudada hasta las cejas.

En definitiva, las cajas no son bancos porque son cajas, como las gallinas no son patos aunque lleven plumas y estén juntos en el corral. Así de perogrullescamente simple. Por tanto, yo quiero que existan unas entidades llamadas cajas de ahorro, vinculadas a su tierra, que para su clientela altamente fidelizada funcionen igual o mejor que cualquier otra entidad financiera, pero con la diferencia de que maximizar el beneficio no tiene por qué ser el objetivo último de unas cajas que, repito, no son bancos, no son poseídas (todavía) por accionistas y no reparten por ello dividendos. Sus beneficios netos se distribuyen en el imperativo que el Banco de España les impone de que el 50% de los mismos se destine a reservas obligatorias, más las voluntarias que decidan, y el resto va a lo que podríamos denominar el dividendo social, lo que las cajas reintegran a la sociedad en que se insertan -que no es el orbe globalmente globalizado sino que tiene límites territoriales muy concretos- bajo la forma de la obra social. Una obra social que, por ejemplo, en el caso de Bancaja está porcentualmente ( 23,3%) entre las más bajas de España, por lo que los clientes fidelísimos de esta entidad no estamos muy satisfechos al ver que los catalanes reciben un 6% o 7% de su primera caja más que los valencianos.

Para concluir, resulta obvio que la decisión no es fácil. Toda fusión comporta necesariamente efectos traumáticos, máxime si, como es el caso, existe un fuerte -e intencionado (o no evitado)- solapamiento de oficinas y una incompatibilidad informática que tampoco debe ser muy casual. Por lo que habrá que ponderar y evaluar ventajas y costes y decidir fundadamente lo mejor -o, al menos, lo más conveniente- pero que no se nos presente falazmente el proceso como un camino de dirección única. Y si al final hay que ir a la fusión, conociendo el percal que se gastan los populares, cómo cambian las leyes a su conveniencia, y cómo se injieren descaradamente hasta en la marcha de empresas privadas, habrá que tener sumo cuidado en garantizar la autonomía del equipo ejecutivo -que debe ser absolutamente profesional- y extremar las competencias de los órganos de control. Rezar a algún santo y benéfico protector no estaría tampoco de más.

Segundo Bru es catedrático de Economía Política y senador socialista por Valencia.

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