_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Reflexiones sobre el uso de la fuerza militar

La reciente lectura de dos magníficas muestras de periodismo de investigación me ha hecho reconsiderar mi actitud ante la Guerra del Golfo de 1991 y la campaña de bombardeos en Kosovo durante la primavera de 1999. El primer artículo, de Seymour Hersh en The New Yorker del 22 de mayo de 2000, se centra en una acción militar emprendida por la División número 24 de Infantería Mecanizada dos días después del alto el fuego oficial proclamado el 28 de febrero por el presidente Bush. El segundo, publicado en The New York Times el 17 de abril de 2000, analiza la elección de los blancos de los bombardeos durante la campaña de Kosovo.La poéticamente denominada Operación Tormenta del Desierto, que se desarrolló entre el 24 y el 28 de febrero de 1991, destruyó por completo la capacidad de resistencia del Ejército iraquí frente a las fuerzas aéreas, terrestres y navales de Estados Unidos desplegadas para expulsar a Irak del reino de Kuwait que había invadido poco antes. El presidente Bush anunció un alto el fuego unilateral el 28 de febrero porque su objetivo político no consistía en derrocar a Sadam Husein (al que durante muchos años, al igual que a otros generales dictadores como Somoza y Pinochet durante años, se consideró "un hijo de p", pero también "nuestro hijo de p"). Muchos estadounidenses y europeos, tanto civiles como militares, se sintieron decepcionados al saber que la Tormenta del Desierto no iba a ocupar Bagdad y, de paso, destruir lo que quedara de los regimientos de élite de la Guardia Republicana. Entre los decepcionados se encontraba el general Barry McCaffrey, que decidió acercar su división de infantería mecanizada a la autopista que necesariamente se utilizaría en la retirada por los camiones y tanques de los derrotados iraquíes. Una de las condiciones del alto el fuego era que todos los vehículos acorazados debían colocar sus cañones en posición inversa (para no disparar). Hay pruebas abrumadoras que demuestran que los iraquíes cumplieron esa condición al pie de la letra y que también intentaban rendirse personalmente cuando se encontraban a tiro de un estadounidense.

Ningún periodista tuvo libertad para observar por sí mismo la campaña, condición que el Ejército había impuesto debido a su convicción de que la cobertura periodística de Vietnam había supuesto un factor muy importante en la derrota final de Estados Unidos. Según el general McCaffrey, sus tropas fueron atacadas por los iraquíes que se retiraban. Según afirmaron numerosos testigos durante la investigación posterior de los acontecimientos del 2 de marzo, no hubo provocación alguna por parte de los iraquíes. Dada la ausencia de una prensa libre, no conocemos toda la verdad, pero lo que ocurrió es que, en una acción calificada por el propio McCaffrey como "una de las escenas más sorprendentes de destrucción en la que haya participado jamás", sus tropas destruyeron aproximadamente 700 camiones y vehículos acorazados, junto con un número desconocido de soldados que ya se habían rendido, un autobús de un hospital con varias decenas de pacientes y personal sanitario y otros civiles que se encontraban en la zona por casualidad.

La campaña de Kosovo, calificada como la primera operación militar "humanitaria", también pretendía utilizar una "fuerza abrumadora" para castigar a un dictador, Slobodan Milosevic, por maltratar a la mayoría étnica albanesa en el Estado yugoslavo de Kosovo. En este caso, la fuerza abrumadora se debía limitar a ataques aéreos desde una altura mínima de 4.500 metros para no poner en peligro los aviones de la OTAN ni las vidas de los pilotos. El 24 de marzo, cuando se inició la campaña, la OTAN había identificado 219 objetivos, la mayoría de los cuales eran defensas aéreas, comunicaciones militares y depósitos. En la tercera noche ya había resultado dañada considerablemente casi la mitad de los objetivos, y el Ejército yugoslavo había iniciado la expulsión masiva de la población de etnia albanesa del territorio de Kosovo.

Se pensó que Milosevic se rendiría en unos días, pero, como no lo hizo, se apresuraron a buscar nuevos objetivos. El general Wesley Clark, un hombre por lo general razonable, reclamó 4.000, cifra que acabó reduciéndose a la mitad, y, para cuando terminó la guerra, se habían atacado aproximadamente 650 objetivos terrestres. Los nuevos objetivos incluían redes eléctricas, centrales térmicas, tanques de almacenaje de combustible, líneas ferroviarias, los puentes sobre el Danubio y una serie de fábricas y almacenes. En el fragor de la batalla, la distinción entre objetivos civiles y militares se reduce rápidamente. Cosas como el combustible, la electricidad, la calefacción y los puentes, necesarios para la vida civil, se convirtieron en objetivos militares porque el autoproclamado líder de esos civiles no se rindió como se esperaba.

Además -y éste fue el motivo de la investigación llevada a cabo por el diario The New York Times-, un edificio que se suponía que era un cuartel general militar yugoslavo, resultó ser la Embajada de China. El objetivo militar real se encontraba aproximadamente a unos mil metros de la embajada, pero los que planificaron el ataque se habían basado en una comparación teórica entre los números de una calle muy conocida y los números supuestamente "paralelos" de la calle en que se encontraba la embajada. El bombardeo accidental de la Embajada China provocó, lógicamente, un escándalo internacional, y -otra vez en ausencia de algo que pudiera parecerse a una prensa libre- hubo numerosos casos en los que por un deplorable accidente fueron atacados vehículos, trenes y hogares civiles desde una altura mínima de 4.500 metros.

En ambos casos, la Operación Tormenta del Desierto y la campaña aérea de Kosovo, el secreto militar y la ausencia de la prensa han hecho imposible saber más que una verdad muy aproximada. En ambos casos, unos líderes militares frustrados utilizaron una "fuerza abrumadora" de tal modo que el remedio pudo ser peor que la enfermedad. En Irak, los jefes quisieron asegurarse de que "los chicos tendrían ocasión de disparar sus armas". Y si, por desgracia, algún soldado que se ha rendido, personal sanitario, niños o ancianos se encuentran casualmente en la línea de fuego, pasan a ser "daños colaterales". En Yugoslavia, el inicuo Milosevic se negó a rendirse en unos días y, como es natural, la obligación de los líderes militares es proteger a sus tropas y su equipo de modo que no pueden cuestionarse la improvisación de objetivos y los daños a civiles. Y el efecto real inmediato de la campaña aérea sin tropas terrestres fue multiplicar la limpieza étnica en Kosovo. En lugar de cientos de personas chantajeadas o asesinadas en el transcurso de unos meses, decenas de miles de personas se vieron obligadas a abandonar súbitamente sus casas y sus tierras.

En su momento aprobé la campaña para expulsar de Kuwait a Sadam Husein. Había que hacer algo para detener a un dictador que había utilizado gas venenoso (en la guerra entre Irak e Irán), que había invadido un Estado soberano vecino y que mataba de hambre a su pueblo para construir armas nucleares y químicas con la clara intención de dominar todo Oriente Próximo. También aprobé el bombardeo de Kosovo porque pensaba que se debía hacer algo para impedir físicamente que un dictador racista y megalómano destruyera su propio país multiétnico. En el artículo en el que aceptaba la política de la OTAN (EL PAÍS, 24 de abril de 1999), también dije que la acción militar debía ir seguida ni más ni menos que de un Plan Marshall para los Balcanes, algo que ni Estados Unidos ni Europa tienen la más mínima intención de financiar, ni ahora ni en un futuro cercano.

En lo que respecta a cómo los dos artículos anteriormente mencionados han alterado mi opinión, creo que ambos casos demuestran que, independientemente de las intenciones iniciales y de los objetivos declarados, el Ejército siempre debe estar sometido a una prensa libre y a un estrecho control civil. Los oficiales quieren que sus chicos tengan la oportunidad de disparar, no resultar heridos, y "alcanzar sus objetivos". Amén. Pero me pregunto cuándo empezará a sentirse vergüenza de las "guerras" que carecen de riesgos para los que poseen unas "fuerzas abrumadoras" que dejan al pueblo iraquí en una situación de pobreza y opresión cada vez peor y al Danubio prácticamente inútil para la navegación en todos los países bañados por sus márgenes.

Se suponía que el objetivo de ambas intervenciones era defender los derechos humanos de las poblaciones kuwaití, iraquí y kosovar. Probablemente evitaron que se produjera una opresión aún mayor, teniendo en cuenta el largo y claro historial tanto de Husein como de Milosevic antes y después de las breves guerras. Pero la acción militar no resuelve nada por sí sola y puede crear resentimientos nacionalistas duraderos contra la "comunidad internacional", incluso entre aquellos que no sienten amor alguno por sus dictadores nativos. Hay al menos dos cosas que me parecen absolutamente necesarias antes de emprender más intervenciones "humanitarias". Tiene que haber un compromiso similar al Plan Marshall, igual de vinculante y financiado con la misma generosidad que las guerras. Y hay que estar dispuestos a arriesgar vidas en tierra para no destruir con bombas y misiles -de forma indiscriminada, impersonal, ignorante y estúpida- el tejido civil y la moral de los países o pueblos a los que supuestamente ayudamos.

Gabriel Jackson es historiador.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_