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El turista

Tiene ya el billete en el bolsillo para viajar al Nilo o a Katmandú, para recorrer una semana las islas griegas o los fiordos noruegos, la India o Nueva York. Todo habrá dependido de los precios, de las temporadas, de las fechas justas, casi del estado de ánimo en el momento mismo de acodarse sobre el mostrador de la agencia. Este personaje, que acabará confundiendo los nombres de las frutas con los de los aeropuertos, los monumentos de aquí con los de allá, que terminará agobiado por los Uffizi, decepcionado por la estatura de las pirámides, asqueado en Calcuta o enamorado de Venecia, es el turista moderno, conspicuo e ideal; el ser que busca perderse y desaparecer en el viaje sin aventuras.De hecho, de la misma manera que unos turistas se sumergen en la aglomeración de las playas para deshacerse de su identidad, los turistas viajeros se adentran en la estela del viaje para disipar las huellas visibles de su procedencia. Una diferencia capital les separa, a unos y a otros, de los tradicionales viajeros del siglo XIX. Aquellos hombres o mujeres afirmaban su peculiaridad, adensaban su biografía y ganaban consistencia a través de las peripecias que sobrevenían en sus trayectos, pero al turista de hoy no le sucede nada parecido. Una condición muy primordial del actual itinerario turístico es su garantía de seguridad y puntualidad, de vigilancia y de orden en el grupo. El turista viaja para ver a salvo de percances e incluso a resguardo del contacto con los indígenas y sus enfermedades posibles. Porque mientras el viajero auténtico de antes presumía de haber contraído la malaria, el paludismo o una deshidratación subsahariana, la única relación con el entorno que mantiene el turista vacunado es la de ver.

El viajero tradicional llegaba de su odisea y no paraba de contar los hechos que le habían acaecido, hazañas y sobresaltos que constituían el argumento de su audacia. El viajero regresaba y escribía libros, colaboraba en las secciones de los periódicos, se convertía en el ascua de las tertulias. Pero el turista contemporáneo, por el contrario, cuando regresa, no importa el lugar donde haya estado ni el tiempo transcurrido, no tiene nada que decir. Su completa transcripción de la experiencia se agota en unos minutos sin relieve. Ha cruzado parajes innumerables, ha visitado santuarios y lugares celebérrimos, ha visitado la selva personalmente, y no se ve que le haya pasado nada. No le ha pasado nada ni tiene nada que decir porque todo se encuentra de antemano dicho. Todo lo que ha visto y ha pasado ante sus ojos está censado y fotografiado ya, y forma un sistema tópico y consumado.

No es extraño así que se aluda al turismo como un concepto de muerte, vinculado a las metáforas de un mundo convertido en museo y a los turistas trasmutados en coleccionistas de vestigios, porque su viaje no se orienta a descubrir nada ni a establecer vidas nuevas, sino sólo a dar cuenta de que lo previsto se encuentra allí, quieto e indemne. Mientras el viajero tradicional se dirigía a una captura vivencial, en busca de sensaciones desconocidas y parajes por inaugurar, el turista se conforma con personalizar con el objetivo de su cámara lo que se encuentra de antemano consolidado. El viajero pretendía llegar a ser más de lo que es tras realizar el viaje, mientras el turista lo que secretamente anhela es, ante todo, volver con buena salud, que no haya pasado nada. Definitivamente, mientras el viajero cree afianzar la peculiaridad de su yo con la proeza del periplo cocinado personalmente, el turista se sume en el menú que se reparte colectivamente por el tour operator. Mientras el primero aspira a reconstruirse o reencontrarse, la ilusión del segundo es dejarse llevar, olvidarse mecido por los traslados.

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