Los demás JAVIER CERCAS
Hace años en mi pueblo se dividía a los hombres en dos tipos: los del palo y los demás. A mi juicio la distinción es esencial. Los sábados por la noche había baile en mi pueblo. Se celebraba en un corral en cuyo centro, clavado en el suelo, se levantaba un palo muy alto. La gente se ponía sus mejores galas e iba al baile. Los que sabían bailar, bailaban; los que no sabían bailar, permanecían toda la noche agarrados al palo. Eran los del palo. Estuvieran donde estuvieran, a los del palo se les reconocía de inmediato, porque se notaba a leguas que tenían unas ganas tremendas de divertirse y una incapacidad espantosa para conseguirlo. Como no tenían ni idea de cómo vivir, vivían en permanente desacuerdo con la realidad, y en consecuencia llevaban una vida amarga: no bailaban, no se reían, no ligaban, no se divertían. Agarrados al palo, miraban. Los más incubaban rencor; los menos disfrutaban de la felicidad de los demás. La primera vez que fui al baile lo hice con mi padre, que era el mejor bailarín del pueblo; al salir, cuando el baile acabó, me miró conteniendo las lágrimas. "Hijo mío", me dijo, "tú siempre serás de los del palo". Supe entonces que la mayor aspiración de los del palo es llegar algún día a dejar de ser de los del palo. Es muy difícil, casi imposible -requiere una vida de ascesis-, pero a los del palo Cervantes les enseñó para siempre que la verdadera gloria es la gloria del empeño. Los del palo saben que bailar es abolir el tiempo, y que abolir el tiempo es abolir la muerte, y que abolir la muerte es abolir la desdicha. Los del palo viven en el tiempo, que los roe; los que bailan, en un instante eterno. Como en todas, en mi generación abundan los del palo: nadie nos ha definido mejor que Enric Sòria, que en un poema extraordinario de su último libro, L'instant etern, agarrado con fuerza al palo, diagnostica nuestra enfermedad, invitándonos a gozar de "la gràcia deseixida, involuntària", de "la pròdiga alegria que subjuga" de los demás, de los que siempre están bailando.Maria Muñoz y Pep Ramis siempre están bailando. Son las almas gemelas de Mal Pelo, una compañía de danza que lleva diez años montando unos espectáculos fresquísimos donde se combina el baile y el teatro. Los espectáculos de Mal Pelo son un paseo por el bulevar de los sueños y por eso el mejor estado en que se puede asistir a ellos es el de duermevela: entonces no extrañan esas personas que parecen pájaros, esas máquinas vagamente monstruosas, esos escenarios de una desnudez beckettiana, esos hombres que lloran con una desesperación sin términos porque se les ha muerto el canario y nos dejan clavados en el asiento sin saber si reír o llorar, o más bien con una risa tristísima en los labios. Mal Pelo festeja los diez años de su existencia con una exposición de sus escenografías y sus cosas que se celebra en el Museu d'Història de la Ciutat, en Girona. Merece la pena verla, porque la exposición es un espectáculo más de Mal Palo y por tanto un nuevo paseo por el bulevar de los sueños. A la entrada hay una especie de carro, y dentro una pequeña habitación con un catre, un mapamundi, postales en las paredes, un vídeo, un tren eléctrico dando vueltas por el techo. Un cartel invita a entrar y a quedarse un rato en la habitación. Entro, cierro la puerta, me tumbo en el catre. Al rato abren la puerta: es mi padre. "¿Quieres dejar de hacer el imbécil y acabar de una puñetera vez esta crónica?", me dice. "A este paso, te echan". Me despierto. Intento abrir la puerta, pero no puedo. Angustiadísimo, me pregunto si todavía estoy soñando. Más angustiado todavía, intento abrir la puerta otra vez: en vano. "¡Papá!", estoy a punto de chillar, pero en ese momento advierto que la puerta se abre hacia fuera, no hacia dentro. Rápidamente recorro la exposición y salgo a la calle.
Voy a L'Arc, el único bar que conozco que tiene una catedral en el patio y, para recuperarme del susto, pido un snow-ball. Aparecen Maria Muñoz y Pep Ramis con su hijo, que tiene año y medio. Se les nota a leguas que son de los demás. Mientras conversamos, el niño hace de niño. Pienso que los niños no viven: bailan; es decir: viven en un instante eterno. "El baile brota de la alegría", dice Pep de repente y, a modo de explicación, sonríe y tararea I'm singing in the rain. Como eso me parece una verdad inapelable, trato de contestarle con otra verdad inapelable y le hablo de los del palo. Pep dice que él es un poco de los del palo. Yo le digo que no puede ser. Él insiste. Yo también. Ya estamos a punto de llegar a las manos cuando, increíblemente, aparece mi jefe. "¿Qué?", sonríe sardónico. "¿Trabajando?". "Sí", sonrío, servil, por vez primera reparando en lo que se parecen mi jefe y mi padre. Tal vez para tranquilizarme, la mujer de mi jefe me entrega un texto de Teresa de Calcuta. "El día més bonic? Avui", leo. "Ahí está", pienso. "El instante eterno". De golpe siento una tremenda liberación y, como si acabase por fin de soltar la mano del palo y avanzara por el corral de mi pueblo bajo la mirada emocionada de mi padre, me levanto, aparto los snow-balls de la mesa, me subo a ella e, inmensamente feliz, arranco a bailar I'm singing in the rain. En ese momento me despierto.
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