Democracia e incertidumbre
José Luis Rodríguez Zapatero ganó ayer la investidura como secretario general del PSOE de la única manera posible -dado el planteamiento y el desarrollo del 35º Congreso- en que podía conseguirla: casi por sorpresa y con un estrechísimo margen. Su victoria sobre José Bono (414 votos contra 405) se produjo gracias a la decisiva sesión de la mañana del sábado en que los cuatro candidatos se dirigieron al plenario de los delegados. No es seguro que los magros resultados de Matilde Fernández (10,98%) y Rosa Díez (6,5%) se deban exclusivamente a los mecanismos de ingeniería política que establecieron la elección del secretario general a una sola vuelta; caso de haberse producido -lo que es probable- un traspaso de votos desde las candidaturas de Fernández y Díez a las opciones de sus rivales, el beneficiario seguramente habría sido Rodríguez Zapatero.El presidente de Castilla-La Mancha disponía inicialmente del apoyo mayoritario del aparato del partido y jugó con destreza sus bazas retóricas: frente a la bisoñez de su contrincante y el riesgo para el futuro electoral del PSOE de ese experimento, Bono ofrecía la seguridad del que ha ganado cinco veces consecutivas los comicios autonómicos y la veteranía del profesional del poder que se las sabe todas. Sin embargo, los pronósticos sobre el recorrido electoral de Bono también se prestaban a lecturas pesimistas y su oscilante historial como dirigente socialista suscitaba igualmente recelos; parodiado el título a su vez paródico de Edward Albee Who's Afraid of Virginia Woolf?, cabe la broma de preguntarse tras su derrota de ayer: ¿Quién teme al Bono feroz?
Pero los eventuales rechazos de algunos delegados al presidente de Castilla-La Mancha como candidato de la nomenklatura del PSOE no explican por sí solos el triunfo de Rodríguez Zapatero: su propuesta de cambio tranquilo frente al continuismo pragmático de Bono, la vuelta a los orígenes de Matilde Fernández y el acelerón a fondo de Rosa Díez poseía méritos propios. Seguramente su discurso de ayer ante los delegados del Congreso terminó de inclinar a su favor a ese reducido porcentaje de votantes que suelen decidir el resultado de las elecciones libres y competitivas. Adam Przeworski ha mostrado cómo la incertidumbre es una condición necesaria de la autenticidad de la democracia: el desenlace del 35º congreso podría hacer pensar que el funcionamiento interno del PSOE empieza a pasar con éxito esa prueba para ejemplo de sus competidores.
Por lo demás, Rodríguez Zapatero reúne características que le separan de los restantes candidatos. A diferencia de Bono, Díez y Fernández, cuenta -en tanto que diputado- con el privilegiado escenario del Congreso para darse a conocer como dirigente socialista y portavoz de su grupo parlamentario; los debates televisados del secretario general del principal partido de la oposición con el presidente del Gobierno constituirán una poderosa caja de resonancia para hacer llegar a los ciudadanos las propuestas y las críticas del PSOE. Rodríguez Zapatero también representa la renovación generacional dentro de un partido férreamente controlado desde hace más de tres décadas por un grupo de edad que ocupó sus órganos de dirección en plena juventud y que los seguía conservando en la madurez de la cincuentena.
Ni que decir tiene que la incertidumbre propia de la democracia se extiende a Rodríguez Zapatero en forma de imprevisibilidad de sus comportamientos futuros. Si la cómica sombra de Antonio Hernandez Mancha se proyectó durante cierto tiempo sobre la figura de Aznar como sucesor de Fraga designado a dedo, el nuevo secretario general del PSOE será examinado -como los melones- a cala y a prueba por sus compañeros de partido, escarmentados con la frustrada aventura de Borrell y decepcionados por la derrota electoral de Almunia. Salga bien o termine mal la experiencia iniciada ayer por el PSOE, si los socialistas quieren recuperar a sus votantes perdidos no sólo deberán apoyar a la nueva dirección hasta la celebración del próximo congreso, sino también poner fin a esas querellas internas que las ambiciones personales y el síndrome de abstinencia del poder disfrazan muchas veces de divergencias ideológicas.
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