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Tribuna
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Viajeros

Resulta imposible no encontrarse con un turista en Sevilla en los días que corren. Miento: no se puede hablar de turista en singular, aislado, que acometa por sí solo la inspección de la ciudad confiando en su instinto. Van en bandadas, siguiendo borregamente a una señorita con abanico que les detiene cada dos esquinas para arengarles sobre platos típicos, mostrarles la cancela de un jardín o recomendar una tienda. Todos a una, ellos obedecen sin dudar: compran donde se les indica, aguantan estoicamente itinerarios bajo un calor homicida, fotografían lo que es obligatorio retener del urbanismo. En cuatro o cinco sesiones maratonianas de las que uno puede estudiar en cualquier folleto de agencia, recorren Andalucía entera sin detenerse, del alba a la noche, prueban la tortilla, visitan espectáculos flamencos, recorren museos, palacios, castillos. Y luego se vuelven a casa a enseñar las fotos, supongo que con algo de alivio por haber concluido un deber tan arduo.Es curioso comprobar hasta qué punto han variado, se han diluido los objetivos tradicionales del viaje, los que lo han convertido desde siempre en una experiencia insustituible. El más conspicuo, el que salta con mayor evidencia a la vista es su predicibilidad: nada se deja al azar, el contrato de la agencia cubre el trayecto y hasta los mínimos inconvenientes que puedan acosar al viajero. Muchos salen de su aldea llevándose a cuestas la casa; no desean viajar para imbuirse de otros idiomas, miradas, paisajes: les encantaría poder hacerlo sin moverse de su sillón, teniendo la oportunidad de ir a ducharse a su cuarto de baño al final de cada jornada. Por eso el viaje se ha convertido en una réplica menor y domesticada de ese sonoro título que decora las vidas de grandes hombres o las páginas de grandes libros. En enjambre, los turistas se pasean por los países extranjeros disfrazados como en la piscina de su urbanización, gritan en su propia lengua a los vendedores para conocer un precio que siempre resulta demasiado caro, se meten a comer en hamburgueserías que huelen a fábrica de celulosa y se quejan del tráfico. Uno no puede evitar al advertir este comportamiento una irremediable sensación de piedad.

Suelo reservar los veranos para leer libros de viajes, diarios o biografías de viajeros: el capitán Richard Burton, Alí Bey, Paul Theroux. Quizá por motivo del filtro intermedio de los libros, uno siente que sólo estos son viajes auténticos, periplos en los que el explorador se zambulle en su lugar de destino y registra con minuciosidad el panorama que halla a su encuentro, retratando también el choque indisociable de su mentalidad con la que la acoge. Los de los libros son viajes auténticos, ásperos, impredecibles, alejados de la comida prefabricada que ofrecen las agencias. Cuando Jean Paul, poeta danubiano, afirmaba que el viajero es una criatura contradictoria y mestiza, que se asemeja al enfermo porque como él no se halla en ninguna parte, se refería, claro está, a estos viajeros de cepa: flotando en el borne entre la curiosidad y la muerte, aceptando las bromas del destino y las sorpresas ocultas que ofrece cada recodo del camino. A veces, muchas veces, los libros resultan más nítidos y veraces que el mundo al que replican; ésta es una de ellas.

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