Por una política de la memoria
No sé si hoy la situación es exactamente igual, pero no hace tanto tiempo que quien consultara el nomenclátor de las calles de Alicante, una capital que no puede ser considerada como derechista, podía encontrar nada menos que 24 nombres relacionados con los vencedores de la guerra civil. En la práctica, todos los generales del Ejército de Franco tenían una calle, y también disponían de ella batallas de las que alguien que no esté muy especializado puede incluso ignorar la existencia (por ejemplo, la batalla de la Sierra de Pandols, una de las operaciones en que se desglosó la operación del cruce del Ebro por los republicanos en 1938). La consulta del nomenclátor arroja otros datos interesantes. Hay ciudades en las que no sólo perdura el nombre de Franco, sino también el de José Antonio Primo de Rivera. En muchas otras se dan casos de superposición verdaderamente curiosos. En Vitoria, por ejemplo, una calle recuerda al presidente chileno Salvador Allende, pero al mismo tiempo hay dos nombres cuya introducción se explica por afinidad con el nacionalismo vasco -Guernikako Arbola y Mateo Múgica, el obispo local en 1936-, y todavía existe la calle de los Alféreces provisionales. Aun así, el mejor ejemplo de cohabitación de memorias antagónicas es el de aquella esquina de Madrid en que conviven, junto al Ministerio de Fomento, las estatuas de Franco y de Indalecio Prieto. Imagínese que en Francia hubiera una esquina con las efigies de Pétain y De Gaulle.La memoria del pasado es, en el caso español, tan peculiar como testimonian esos casos. Para alguno, eso puede parecer indiferente, pero no lo es porque nos remite a una cuestión que es verdaderamente central en la vida de los pueblos. La memoria colectiva no es algo banal, sino que nos proporciona el sentido de la identidad, la conciencia de determinados valores y la capacidad de proyectarlos hacia el futuro. Por eso está presente sobre el tapete político, quiérase o no. Lo importante es que lo esté de una forma positiva y destinada a promover principios que favorezcan la convivencia democrática.
Tenemos muchas pruebas de esta presencia en el debate público a pesar de que a menudo no llegue al común de los ciudadanos. Hace poco, en la revista Claves de razón práctica, Javier Pradera escribía sobre el particular y era respondido por Vicenç Navarro. No intento reproducir los términos de la polémica, pero sí quisiera recordar algunos puntos de partida propuestos por el primero, tal como yo los interpreto.
Tuvo, sin duda, sentido la amnistía en la época de la transición, pero no lo tendría la amnesia. Pero ésta no se puede decir que se haya producido como consecuencia de una búsqueda ansiosa de la ausencia de conflictividad. En España, por ejemplo, no se ha olvidado lo que fue el franquismo: una gran parte de la literatura histórica reciente se ha ceñido a la represión. No hay peligro, por tanto, como parecen temer Nicolás Sartorius y Javier Alfaya en un libro reciente, de que se olvide ese pasado. Hoy, el consenso histográfico se ha generalizado, y si nadie defendería que el fraquismo fue fascismo durante todo su periplo cronológico, nadie tampoco está dispuesto a reivindicar aquel régimen o a quien lo personificó teniendo en cuenta todas las alternativas posibles durante el tiempo en que duró. Por otro lado, hay que distinguir entre lo que es o debiera ser la memoria colectiva y las sectoriales, legítimas pero distintas. Convertir, por ejemplo, a Cánovas o Maura, por un lado, o las Brigadas Internacionales en parte de la memoria colectiva sería, por ejemplo, inaceptable. Lo son, en cambio, de la derecha y la izquierda, respectivamente.
La memoria colectiva es, en fin, importante, pero no es tampoco un dato definitivo que explique el presente. Resulta cierto que la forma en que se hizo la transición no favoreció la movilización popular, pero de ahí a pensar que de eso deriven los males de la democracia española hay todo un abismo. No hay un pecado original en nuestra transición -sí, en cambio, aspectos muy criticables- por más que en ello se empeñe todo un sindicato de damnificados a los que no votaron los electores por razones que derivan de que quizá valían menos de lo que pensaban. Los males de nuestra democracia son los habituales en el resto de las occidentales, con la adición de un exceso de cautelas creadas en 1978 siguiendo el patrón de las democracias nacidas después de la II Guerra Mundial.
Cualquier debate sobre el pasado siempre será positivo, y esta afirmación vale también para las trayectorias biográficas. Evitándolo se puede correr el peligro no ya de la amnesia, sino de la carencia radical de criterio. En ese sentido, me parece que tenía razón Javier Marías en un artículo escrito hace meses por más que los modos de aquel texto resultaran más que discutibles. Además, una cuestión es comprender a un personaje, en especial en un momento tan peculiar como el de redactar una necrológica, y otra atribuirle la mejor opción posible en un momento concreto. En personajes tan distintos como Dolores Ibárruri y Laureano López Rodó se pueden descubrir valores objetivos, pero sin duda otros contemporáneos suyos acertaron mucho más y lo hicieron en contra de sus intereses. Pradera ha citado, como ejemplos morales y políticos, a Fernando Claudín y a Dionisio Ridruejo; se podrían añadir Manuel Giménez Fernández y Julián Besteiro. Pero también hay quienes erraron mucho al servicio de intereses propios y en prejuicio de la libertad de los demás. Pondré un ejemplo. Un ilustre personaje de la derecha española se quejaba al padre del Rey a mediados de los años sesenta de un "pequeño francotirador falangista" cuya prosa "tonta y maliciosa quería ser irónica, cosa que su zafia pluma conseguía raras veces". Lo peor del caso es que disponía del dinero público a raudales y podía calificar como "tullidos políticos" a quienes no podían defenderse. El primero se llamaba José María de Areilza y el segundo Jaime Campmany. Dígase si este último está en condiciones de repartir lecciones diarias de democracia.
Volvamos al centro de la cuestión. La memoria colectiva existe, tiene una fuerza moral y pedagógica decisiva y en España, aunque no haya existido amnesia, vive una peculiar situación de superposición en estratos. Dicho todo esto, hay que añadir también que la memoria colectiva puede y debe ser cuidada por los poderes públicos como un precioso factor de convivencia colectiva.
No se trata, como es lógico, de que todas las capitales de provincia tengan una calle dedicada a Dionisio Ridruejo, pero sí de no dejar de conmemorar lo conmemorable y de procurar saber más de un pasado inmediato que, en nuestro caso, es el único en el que verdaderamente se puede decir que coincidimos los españoles. En
suma, de lo que se trata es de darse cuenta de que también es necesaria una política de la memoria.
En el año 2000 se cumple no sólo la entrada en un nuevo milenio, hecho a fin de cuentas no tan trascendente, sino también el vigésimo quinto aniversario de la proclamación de la Monarquía y del comienzo de la transición. Como uno de los méritos de la primera es la discreción, a fin de cuentas resulta correcta la inexistencia de una sonora conmemoración patrocinada por el Estado. No se han apagado aún los ecos de la celebración del vigésimo aniversario de la transición, por lo que quizá resultaría excesivo y autocomplaciente pensar en una repetición. Pero habría dos buenos ejemplos de qué debiera hacerse en relación con esa política de la memoria.
En el año 2000, ser franquista o antifranquista es absurdo. Pero lo resulta todavía más el hecho de que los papeles que el general utilizó -que no sirven por sí solos para escribir su biografía, pero que tienen un interés objetivo- permanezcan al margen de la consulta pública en una situación que no se da en ningún país que haya pasado por circunstancias parecidas. La cuestión incomoda tanto a la derecha como a la izquierda, cuando podría tener una solución equilibrada y lógica llegando a un acuerdo el Estado y los depositarios de esos papeles en un sentido que fuera beneficioso para la Historia. En el año 2000, en segundo lugar, estamos ya lo bastante lejos del momento inicial de la transición como para que vayan desapareciendo sus protagonistas. Con ellos se está desvaneciendo la posibilidad de construir una memoria colectiva de este pasado inmediato que hizo posible traducir en instituciones el conjunto de valores en que vivimos. Parece necesario que una institución contribuya no tanto a crear esa memoria colectiva como a hacer posible que un día nazca por obra de los historiadores.
He ahí dos ejemplos de política de la memoria. Claro que hay otras alternativas. Quizá algún día en el futuro se acabe votando una nueva declaración sobre la guerra civil cuyo contenido -de seguro, no suscribible por ningún historiador- servirá para dividir a los españoles en dos bandos. Con eso conseguiremos seguir teniendo una memoria superpuesta en estratos y poco propicia a la convivencia. Pero no creo que ése sea un buen camino..
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