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Fluidez

Es un término económico aplicable a los transportes públicos, prácticamente ignorado en la red urbana madrileña. Demos por bueno que el servicio de autobuses sale cada día con un plan meticuloso, pero en el trayecto de vuelta, por un destino adverso, los vehículos espacian la aparición en las paradas, con una irresistible tendencia a emparejarse por el camino. A lo largo del año es posible que se produzcan jornadas apacibles, entibiadas o refrescadas por el sol o el céfiro que baja de la sierra, aunque lo usual en esta extremosa altiplanicie es que nos maltrate un singular cierzo y que, en época como la que vivimos ahora, el sol riguroso derrita la provisión de sesos que antaño se cubrían con el sombrero, la gorra o la boina. El ciudadano que utiliza este medio de locomoción, en términos generales, no ha dejado el Bentley en el garaje, por asueto del mecánico. Hasta es posible -todo puede suceder en esta sorprendente urbe-que no tenga coche o que esté persuadido de la sensatez, solidaridad y ecologismo de usar el metro o el bus. Conozco gentes -yo mismo, en la medida de mis tasadas fuerzas lo hago- que van andando de un lado para otro como si fuéramos tontos.Prolijas campañas publicitarias incitan al uso del transporte colectivo de superficie -el metro es otro asunto- cuya idoneidad y beneficio son más que dudosos, sobre todo para la población activa. Cualquiera puede tener una cita de trabajo, el turno del médico y, ¿por qué no?, un decisivo encuentro sentimental, a causa de la indecente demora del autobús. Porque una pausa, en horario normal, superior a los diez o quince minutos, es indecorosa. Muy cierto que el tráfico rodado es más bien anárquico y Madrid, en determinadas zonas céntricas, recuerda a Madrás o Calcuta en horas punta, según la idea que tenemos de aquellos remotos y exóticos lugares. Es aceptable, con muchas reservas, la coartada del intenso tráfico, pues todos o la mayoría de los vehículos están conectados telefónicamente con una central cuya misión permanente sería la de corregir, en el acto, las anomalías. De vez en cuando, cuando se juntan más de dos autobuses, alguien imparte la orden de que alguno acorte el trayecto, lo que el conductor transmite a los nuevos pasajeros: "Voy solo a Bilbao". A Ópera, a Chamberí... Si es persona comunicativa, cuando algún viajero se lamenta: "¿Pero, qué pasa hoy con el autobús?", puede responder, con oriental fatalismo: "¿Hoy sólo?", comentario que tiene efecto balsámico entre la desdicha colectiva.

Algún ciudadano que conozco llega a la exasperación y el desvarío de suponer una malquerencia expresa y personal del señor alcalde. Le oí decir: "Me consta: Manzano tiene esparcidos concejales por ahí, que me ven llegar a la parada y comunican, por teléfonos móviles, la orden de que los coches vayan por otras calles". No creo que sea así, por mucho que uno tienda a singularizar sus desgracias.

Tengo divididos en grandes grupos a los funcionarios que manejan estos grandes vehículos. Una condición atribuible con carácter genérico es la destreza en la conducción: dudo de que en toda la Europa comunitaria haya individuos más diestros que ellos. Manejan el volante con precisión científica, convencidos de que otra cosa es inútil. Reconocida la plausible maestría, unos son amables y se compadecen de la anciana que se ha dado una carrera para alcanzarlo; otros mantienen la vista apartada de los suplicantes y prosiguen implacables, quizá sabedores de que el colega tardará un buen rato en aparecer. En la Red de San Luis, con un sol de justicia, a las siete de la tarde, un individuo, visiblemente disminuido en sus facultades, hizo un gesto de súplica ante el semáforo que acababa de volver al rojo. Sé que estuvo a punto de abrile la puerta, pero vio a una guardia, junto a la entrada del suburbano, y renunció al gesto humanitario. Inútilmente, pues la uniformada funcionaria, ni estaba en medio de la calle, organizando el enrevesado tráfico en el sector, ni se movió de la zona de sombra donde me pareció entregada a hondas meditaciones. Una pequeña camioneta se paró a su lado, el usuario descendió, cerró y allí la dejó, mientras realizaba su menester. ¿Habría multado la guardia al autobusero compasivo? Nunca se sabrá. Unos japoneses aplicados fotografiaron al estático agente, desentendido de los problemas humanos.

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