El atentado
El hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra, aunque los miembros de ETA son capaces, además, de repetir en el mismo lugar la misma animalada. Cinco años menos nueve días después de que esa banda de canallas hiciera explosionar un coche bomba entre los edificios de El Corte Inglés y la Fnac de la calle del Carmen de Madrid, el miércoles pasado, a las seis y media de la mañana, repitieron la hazaña en ese escenario y con idéntica metodología. Quienes vivimos de cerca lo sucedido en aquel 21 de junio del 95 hemos sentido una sensación de rabia adicional sobre la del resto de los mortales normalmente constituidos al comprobar hasta qué punto estos descerebrados que nos ha tocado en suerte sufrir pueden paralizar impunemente el corazón de nuestra ciudad sin el menor escrúpulo. Puedo imaginar la sensación que experimentó el inspector Mezquita, un excelente profesional del Cuerpo Nacional de Policía, quien casualmente estaba de guardia como jefe de Servicios de Seguridad Ciudadana en ambos sucesos. El impecable proceder profesional de Mezquita el pasado miércoles, no fiándose de la hora marcada en el aviso de los terroristas, evitó que los agentes de desactivación de explosivos perecieran reventados por la deflagración.Cinco años atrás, la sarcástica trayectoria que trazó el fragmento de una papelera metálica impelida por la onda expansiva de la deflagración mató en el acto a un policía municipal que ni siquiera estaba en el círculo de seguridad. Aquella muerte resultó tan absurda como lo es la propia existencia de la organización terrorista que la causó y tanto como lo son su metodología y sus objetivos. Esa banda, cuyos comunicados tradicionalmente suelen ir trufados de referencias constantes al pueblo y a la libertad, no tuvo inconveniente alguno en colocar un vehículo con 20 kilos de dinamita, ignorando la proximidad de dos indigentes que dormitaban en los bajos de los grandes almacenes de la calle del Carmen. Está claro que, para la organización armada, la vida de esos dos vagabundos no valía absolutamente nada, aunque difícilmente pudieran culparles con su argumentación demagógica y delirante del yugo españolista que supuestamente sufre Euskadi.
Uno de ellos ni siquiera tenía la nacionalidad española, era un vagabundo israelí que fue precisamente el más grave de los nueve heridos. Se le incrustó un pedazo de metralla en la cadera y, según contaban los testigos presenciales, sus gritos de dolor se oían hasta en la Puerta del Sol, gritos de un pobre mendigo que cabe imaginar habrán llenado de orgullo a estos héroes de la patria vasca. Otro tanto se podría decir del daño sufrido por una mujer argelina empleada de la limpieza, el del madrugador viandante que pasaba en ese momento por allí o el hombre que aparcó su furgoneta de reparto junto al coche bomba. Seres humanos todos ellos que abandonaron el escenario del atentado con la sensación de haber vuelto a nacer. Para los responsables de seguridad, aquello era, sin embargo, el mejor balance de los posibles en materia de daños personales, teniendo en cuenta la potencia de la explosión. Un resultado que contrastaba con la magnitud de los daños materiales. Las nueve losas de granito cuya quiebra conformó el pequeño cráter que todavía marca en el pavimento el lugar de la explosión no dan la medida del estrago causado en los edificios colindantes. Sí lo consiguió, en cambio, el extraño olor que despedían los variados aromas de los frascos de colonia reventados en la sección de perfumería de El Corte Inglés mezclados con el tufo característico que despide la dinamita. La onda expansiva había penetrado como un vendaval en esa refinada planta comercial en la que compiten marcas de renombre mundial como Armani, Cacharel, Givenchi o Rubinstein y cuyos logotipos y reclamos publicitarios se confundían unos con otros en el desastre.
Una imagen desoladora que El Corte Inglés quiere borrar cuanto antes de nuestra memoria. Su vigoroso músculo operativo puso en marcha de inmediato una legión de técnicos en el intento de recobrar cuanto antes la normalidad. Ese objetivo le será más difícil de alcanzar al edificio de la Fnac. Allí la deflagración ha causado perjuicios que obligan a revisar incluso la estructura del inmueble. Estragos que, en el peor de los casos, no son nunca comparables con los ocasionados en la dignidad de los madrileños. Nadie que pueda poner patas arriba una ciudad al son de sus delirios debe seguir suelto. Hay que cazarlos.
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