Esa calle rota

Mario Benedetti, el poeta, no conocía bien la dirección de las calles, se introdujo en la zona de los peatones, sorteó la vida en obras que es esta ciudad inacabable, vio, tuvo que ver, negros que daban limosna a los mendigos, a cantantes sin cabra que cubrían de sol la melancolía de las dos y media en punto de la tarde, descubrió tranquilo los escaparates abigarrados del comercio urbano y, ante una vitrina, preguntó: "¿Ésta es la calle Preciados?". "No, más arriba, es esta misma, pero lo que busca está más arriba y es también de coches". Aceleró el paso el testigo uruguayo de tanta vida -cumple 80 años en septiembre, y está risueño, como si hubiera ganado al fútbol el Nacional de Montevideo- y llegó a tiempo, siempre puntual, a su cita con Jorge Valdano, escritor, futbolista, que venía también de Preciados, de comprar libros; de pronto, los desplegó con orgullo de lector sobre los manteles del restaurante donde se encontraron, y Benedetti le dijo: "Pero, ¿no tienes mi último libro, el de los haikus?". Y entonces el propio poeta sacó ese volumen de versos ligeros de su valija para dedicárselo a su amigo con un bolígrafo prestado: "A Jorge, hermano en tantas pasiones", parece que puso. Se les acercaron camareros, comensales, algunos emocionados porque alguna vez enamoraron con los poemas de Benedetti, o porque sí; de hecho una señora se acercó a brindar: "Por usted, por poeta, y por usted, por Valdano".A la salida del restaurante restallaba el sol sobre la ciudad inacabada y Benedetti se despidió riendo desde el interior de un taxi sudoroso. Alrededor, este testigo pudo ver la paz siempre perpleja de la gente que pasea por aquí, una ciudad de tantas naciones, y vimos también a los mendigos guardando sus cartones o mirando dentro de los basureros vacíos. Esto fue lo que vi luego, por la mañana, cuando se rompió el cielo con el ruido estúpido de los que se proponen la muerte sobre la paz de los perplejos y caen, con la peste viscosa de sus pasamontañas, sobre el sueño indeciso de los mendigos, contra los cristales de los que limpian las ventanas para que amanezca otra vez el día. La calle, esa calle rota de ayer por la mañana.
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