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Tribuna
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Alarma social

De cuando en cuando corre un murmurio inquietante sobre el peligro de crear alarma social con la difusión de alguna noticia. Lo primero que se me viene a la cabeza en ese momento, y no sé por qué, debe ser instintivo, es aquel antiguo y famoso programa radiofónico de Orson Welles sobre una invasión de los marcianos basada en la novela de H. G. Wells, La guerra de los mundos. Ya después suelo caer en la cuenta de que la amenaza de la catástrofe en cuestión respira menos genialidad que aquella y está basada en algo mucho más verosímil: en la noticia de un hecho real que a veces no es ni novedoso, y que si no se conoce es sólo por falta de interés. Suelen ser situaciones o hechos por los que no sale la gente aterrorizada a la calle, pero que, con un poco de suerte, sí los pone a pensar.El peligro podría venir de una sociedad fiera y enjaulada, o bien de una minoría de edad incapaz de analizar la situación con calma, pero no me parece que ninguno de ambos casos pueda ser el nuestro. Creo que damos poca lata, sobre todo en verano, cuando apenas quedan fuerzas ni para protestar. Igualmente creo que las realidades no son alarmistas, sino sólo eso: realidades. Y somos, o deberíamos ser lo suficientemente maduros como para hacernos cargo de las circunstancias que nos rodean sin necesidad de organizar un cisco.

Lo que no podemos creer es que no existan problemas de envergadura, que todo vaya como la seda y toda nuestra colaboración quede en pasarlo lo mejor posible a la sombrita y dormir tranquilos sin hacer caso de las habladurías que nos puedan quitar el sueño. Buenas noches mamá y papá y a dormir.

Si nos enteramos de lo que ocurre en África y no nos rasgamos las vestiduras, bien podemos enterarnos de lo que pasa por aquí cerca sin que ello nos motive a alterar el orden público. Un ejemplo sería el hecho de que haya 9.000 sevillanos que viven en ínfimas condiciones. Mejor será que nos intranquilice a que nos deje impertérritos, digo yo. En cualquier caso no veo motivo de ningún tipo de alarma porque las malas noticias duran poco tiempo. A no ser que nos afecte directamente, el tiempo de un leve latigueo recorriéndonos el estómago antes de que las enterremos entre nuestros quehaceres.

BEGOÑA MEDINA

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