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Historias de Nueva York

En aquel tiempo, la Ciudad resplandecía, exultante y árida, tras su último acto de masas del siglo político: el recibimiento, con honores de héroe aún sin estado, al hombre negro y libre llamado Nelson Mandela. Mis amigos eran blancos, anglosajones y protestantes, y liberales de la costa Este. Era agosto, en la Ciudad, y yo buscaba libros, así que les pregunté. Sus indicaciones fueron precisas: ve a la calle 47 Oeste, el lugar se llama Gotham Book Mart, pregunta por Flip. Luego exageraron ostensiblemente -o eso pensé- como sólo un americano sabe hacer: si es un libro publicado aquí, él lo conocerá. La calle 47 Oeste, no lejos de Broadway, no lejos del Moma. Hay un haz de rabinos que pastorean sus barbas entre los escaparates, y algunos llevan diamantes escondidos en las orejas. Hay taxis amarillos en el asfalto, conducidos por paquistaníes de color zanahoria, y en esta calle, como en todas las calles de la Ciudad, se habla cualquiera de los idiomas del mundo, incluido el inglés.-Flip, dice usted. Seguro: al fondo, a la derecha.

Flip es un tipo corriente, con un bigote corriente y una incipiente calvicie de lo más corriente. La primera pregunta que le endoso tiene trampa, es sólo para probar:

-Quiero una novela llamada Tirant lo Blanch.

Yo sabía perfectamente que unos años antes David Rosenthal, un amable judío sin barba aficionado al jazz y a la literatura catalana, había publicado en América una traducción libre del viejo cadáver humeante de Joanot Martorell. La cuestión era: ¿lo sabía Flip? Su respuesta fue inmediata:

-¿En rústica o en tapa dura?

Al final, sólo le quedaba un ejemplar en paperback, que adquirí goloso, y aún conservo como oro aunque sin paño. Así pues, era verdad: estaba en condiciones de pasar a la segunda parte de mi delicada misión. Necesito, le informé, cualquier libro que se haya publicado sobre el graffiti.

Flip me miró de arriba abajo: bueno, no era un teenager con el rollo incipiente del hip hop, pero qué diablos. Desapareció en su extraño almacén y al cabo del rato volvió a surgir con su leyenda intacta pero un único volumen entre manos.

-Sólo hay esto. The faith of graffiti (1974), un álbum ilustrado por estupendas fotografías con un texto de Norman Mailer. Y era palabra de Flip, el librero de Nueva York.

Muchos años después, el segundo jueves después del segundo miércoles de junio, he recuperado esta anécdota como una formidable arma de sobremesa y también, previamente, a manera de cuña irónica entre las formalidades de la lectura de una tesis doctoral. La insistencia de Juan Bautista Peiró, del Departamento de Pintura de la Facultad de Bellas Artes, me había colocado en la posición, un poco incómoda, de presidente del tribunal que debía evaluar la primera tesis doctoral que se leía en la Universidad Politécnica de Valencia sobre el fenómeno del graffiti. Auguré un fracaso grouchomarxiano para cualquier club que me postulase entre sus miembros, pero Peiró, que es fumador de Cohibas, no se arredra fácilmente. La víctima propiciatoria, el doctorando y sin embargo pintor Miguel Ángel Maestre, me confirmó que, más de un lustro después del alumbramiento de mi propia tesis en la otra orilla (la facultad de Filología), el viejo lenguaje de los muros, tan vivo como el primer día, seguía sin encontrar quien le escribiera. Sólo artículos dispersos de la llamada en las universidades "investigación", que colaboran poco a refutar esa idea tan extendida de que por graffiti únicamente cabe entender ciertas modas adolescentes de los últimos años o bien un chute de arqueología monda y lironda.

Uno, que abandonó el cómodo y autosuficiente oficio de lector para escribir esos libros que a Flip no le es posible encontrar en los recovecos de su legendario almacén, no puede menos que deplorar la falta de atención desde el establecimiento académico hacia uno de los lenguajes esenciales para entender qué es el ser humano. El ser humano en el paredón: el que pinta y el que escribe, el tierno y el violento, el cosmopolita y el aldeano, el que ríe, el que sueña, el que ama. Sin ese reclamo, nunca habría perpetrado mi propio delirio doctoral, puesto que estaba y estoy convencido de que, como dice el clásico, un engendro tal sólo sirve "pour se tourcher le cul".

Era en la sobremesa, pues, y algunos delataban en sus rostros una cierta incredulidad ante mi historia de Nueva York. Y entonces José de Santiago, glorioso escenógrafo y mexicano comedido, habló con su castellano de altiplanicie y resolvió el asunto. La anécdota podía y debía ser cierta. Él mismo conoció al librero... y a otras criaturas no menos borgianas, como un vendedor de cámaras de fotos que, en su México natal, se obstinaba en complacer solamente a aquellos clientes cuyo reiterado trato confirmara como merecedores de uno de sus preciados aparatos.

Las vueltas que da la vida. Cuando regrese a la calle 47 Oeste, a sus aceras plagadas de rabinos despistados o quizá fieros agentes camuflados del Mossad, voy a contarle a Flip la historia mexicana del vendedor de cámaras. Si es que Flip sigue allí, en su puesto. Aunque, ¿en qué otro lugar podría estar?

Joan Garí es escritor.

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